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Me despertó la puerta de la calle. La luz invadía mi cuarto y me sentí solo de improviso. Wysława se había marchado a trabajar y yo no había sido capaz de despertarme antes para despedirla.
Quedé desvelado. Aún tardé un rato en levantarme. Me duché y afeité, preparé un frugal desayuno, me aseguré de que llevaba la tarjeta de la cooperativa y encendí el móvil. Salí dispuesto a aceptarlo todo.
En realidad, pasé un buen rato ideando alguna excusa para no verme obligado a regresar inmediatamente. Un repentino empeoramiento, quizá –no había llamado a mi madre en toda la semana, por cierto; una bronca más para la lista–. Preparé un boli y un papel para apuntar números de cuenta de los acreedores, de modo que pudiese realizar los pagos aunque tuviese que poner de mi bolsillo las tasas de las transferencias.
Hacía frío tan temprano y llegar hasta los cajeros me ocupó media hora; preferí dar un rodeo para evitar pasar cerca del albergue. Llevaba varios días sin pasear por los alrededores de la estación y fue como respirar un aire insano pero familiar. Me quedé observando sus puertas mecánicas desde la giratoria del hotel en que me había hospedado, reuniendo fuerzas para acercarme al cajero y llamar a la oficina.
Metí la tarjeta y comprobé el saldo de la cuenta.
Observé los números con incredulidad. Sigue leyendo