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Tarea cumplida. Podría haber dormido de un tirón hasta las diez de la mañana del día siguiente, pero tres horas bien descansadas me bastarían para superar con un mínimo de lucidez los retos que suponían la cena y un paseo hasta la Place de la Victoire. No pensaba hacer más esfuerzos antes de acostarme, esta vez sí, durante largo tiempo.

Me di un agua y me vestí. Eran ya cerca de las ocho. Un poco pronto para cenar, aunque llegar hasta los kebab me llevaría una media hora de paseo tranquilo. Aun así era pronto; quizá me arriesgase a explorar algunas calles de St. Michel. Allí sin duda encontraría algún lugar que ofreciera comida española.

Cogí la maleta y bajé en el ascensor; la dejaría en la consigna antes de irme.

Y entonces me acordé de ella.

Mientras descendía, mucho antes de llegar al piso bajo, mi mirada ya se disponía en la dirección apropiada. No había por qué disimular.

En la ventanilla no se veía a nadie, pero no me preocupé, pues la maleta me proporcionaba una excusa para reclamar su atención. Con paso decidido me aproximé a la oficina.

–Good afternoon –me saludó una voz desde el fondo del pasillo. Era la suya, no había posibilidad de error. Me giré a la izquierda, y comprobé que mi oído me era tan fiel para las cosas verdaderamente importantes como lo había sido siempre.

Distinguí el comienzo de lo que parecía una sala iluminada, con varias butacas, una de las cuales acababa de ser abandonada por su figura, que sujetaba sonriente un vasito de plástico blanco prácticamente lleno. Le devolví el saludo entre sonrisas, y me acerqué a ella sin soltar la maleta, dispuesto a no perder la oportunidad que se me presentaba. Se detuvo justo bajo el dintel y me invitó a pasar con un gesto de la mano. Se trataba de una especie de sala de recreo del albergue, que comunicaba el vestíbulo y el patio, y en la cual, además de una estantería con diferentes juegos de mesa, había dos grandes máquinas, una de refrescos y otra de café. Ella era la única persona. Volvió a sentarse, con una sonrisa, cuando dejé la maleta en el suelo. Me serví un descafeinado; no deseaba que un café me desvelara toda la noche.

Me miró y me preguntó qué tal había dormido. Di una respuesta coloquial, agradeciendo su preocupación, y me senté frente a ella, la mesa en el medio de ambos. Mis planes para esa tarde acababan de variar.

Se llamaba Michelle. Arturo. Dos besos. Encantado. Pleased to meet you.

No era, en realidad, que pensara seriamente en un romance, pero me sentía cómodo junto a ella, y tener a alguien con quién hablar, aunque sea en otro idioma, siempre se agradece. Sobre todo si te sonríen y te miran como ella lo hacía.

Empecé comentando que aquello estaba muy tranquilo y ella confirmó que, después del verano, sólo se animaba los fines de semana, cuando venía gente de todas partes, sobre todo del país. Incluso aquellas pocas frases iniciales me sirvieron para consolidar mi veneración eterna por su voz; dominaba mucho mejor que yo el inglés –a fin de cuentas, mis conocimientos derivaban del lejano instituto y de un curso del INEM de inglés comercial–, y agradecí profundamente que llevara el peso de la conversación. Me preguntó de dónde era. Valladolid. No lo conozco; estuve en Sevilla y en las fallas de Valencia. Yo también había estado en Valencia. ¿Qué me había traído a Burdeos? Sonreí y sólo dije dos palabras, en tono cómplice: vacaciones y vino. Ella rió. Me informó de que al día siguiente, martes, estarían abiertos tanto el Museo de Chartoms como Vinorama, dándome una breve descripción de cada uno.

Las palabras se me escaparon y aún no sé si conseguí darles el tono de pretendida cortesía irónica; pero allí había una oportunidad y no iba a dejarla escapar así como así.

–Supongo, señorita, que mañana no estará libre para ser mi guía –me oí decir, en inglés, además.

Me miró con una falsa expresión de seriedad, como calculando, y, traducido, dijo algo así:

–Has tenido suerte, chaval.

Lo que, durante un par de segundos al menos, debió conferir a mi expresión cierta estupidez, porque estalló en un carcajada que secundé de inmediato.

Terminaba su turno a las seis de la mañana –en realidad aquel no era su trabajo, sólo estaba haciendo una sustitución–, de modo que quedamos a las dos de la tarde a la puerta del albergue; traería el coche, a menos que me gustase caminar, porque algunos museos estaban lejos, quizá a más de una hora. La perspectiva de andar durante todo ese tiempo para ver unos muñecos de cera móviles, que no otra cosa parecía ser Vinorama, provocó que los músculos de mis piernas se aferrasen a la butaca. Nunca había sido deportista, a pesar de mi aspecto más o menos alto y fornido –me libré de la mili por inútil–, y una incipiente barriga lo delataba. Tenía que calibrar, por un lado, el placer que me proporcionaría un paseo con tan excelente compañera y, por otro, si podría llegar hasta el final del camino con un aspecto mínimamente digno, teniendo en cuenta que había que volver. Traté de evitar la decisión, con toda la elegancia que me fue posible reunir.

–Tú eres la guía –lo que no es una gran frase, es cierto, pero conseguí sonreír mientras la pronunciaba; es más, conseguí mantener la sonrisa cuando decidió.

Más me valía descansar bien esa noche.

Durante cinco minutos aún mantuvimos una conversación intrascendente, en la que relaté por encima mi llegada a Burdeos. Ella había dado por supuesto que pasaría allí tres días y, no sé por qué, no lo desmentí.

Tampoco tuve oportunidad, porque en aquel momento sonaron unos pasos en el vestíbulo que la hicieron levantar. Vuelta al trabajo, dijo, arrojando el vaso vacío a la papelera. Sonreí y me levanté tras ella.

En la ventanilla había un joven negro tan alto como yo y más atlético, con una maleta marrón en la mano y un abrigo de paño de corte elegante. Saludó a Michelle como a una vieja conocida y ésta le devolvió alegremente el saludo. Sin preguntarme, ella me tendió la llave de la consigna y me alejé para depositar allí mi maleta. Cuando regresé con la llave, el joven ya estaba en el ascensor. Mi compañero de habitación, según me dijo. Miré, pero ya había desaparecido.

Durante unos segundos no supe qué hacer o decir; ella me ayudó deseándome un buen paseo. Me ofrecí a traerle algo de cena, pero declinó el ofrecimiento con una larga sonrisa, indicándome que cenaría en el albergue. Luego nos veríamos, a mi regreso.

Asentí y retomé, con media hora de delicioso retraso, mis planes para la tarde.
Paseé, comí, dejé veinte céntimos de euro al camarero turco, que enseguida me reconoció como español –me refiero a enseguida, en cuanto traté de pedir la comida con acento francés–, di un par de vueltas más a la plaza y regresé con el estómago lleno, extrañamente feliz y deseando ver de nuevo a Michelle; durante todo aquel tiempo había tenido ocasión de reflexionar acerca de la situación que se me presentaba, pero me obligué a rechazar todas las dudas. Fuera como fuera y por las razones que tuviese, ella me había escogido –eso, al menos, lo tenía claro– para vivir una aventura; su cariz, desarrollo y conclusión se emplezaban en un tiempo futuro, y ahora sólo aprovecharía para disfrutar el momento.

A medida que me acercaba al albergue, una ligera inquietud comenzaba a evolucionar hacia el desasosiego. Había conseguido una cita, y en este instante no tenía ni idea de qué podía decir cuando regresara; los minutos en la sala habían sido perfectos, en el sentido de que habían terminado en triunfo, y me preocupaba estropearlo ahora. Suponía que lo más lógico sería ir directamente a mi habitación –era lo que también me pedía el cuerpo–, tras saludarla con una cortesía cálida, y poner la excusa del agotamiento para no tener ocasión de meter la pata esa noche. Pero quién sabe si ella no tenía otros planes; al fin y al cabo, debía quedarse despierta hasta las seis de la mañana y, si no otra cosa, tal vez pretendiese mantener una conversación, simplemente para matar el tiempo.

Mis temores se revelaron infundados. En la ventanilla había otra persona, una chica más joven, más anodina y que, para colmo, tampoco hablaba español. Su inglés era perfectamente correcto y me costó entenderla. Empecé a odiarla; a pesar de todo, había esperado ver a Michelle, quería ver a Michelle.

Apareció por la puerta del fondo y me dirigió una sonrisa encantadora. Supongo que su súbita puesta en escena enervó mis recelos y dejó sueltas las bestias de mi excesiva cordialidad. Quiero decir: sólo me faltó babear y mover la cola. Quién no se asustaría ante esto. Duró sólo unos segundos, pero una parte de mí fue consciente del bochorno durante todo el espectáculo, así como del calor que recorría toda mi altura hasta colorear mis orejitas.

Debo decir que, habitualmente, mi aspecto tiende a la formalidad como algo pretendido.

Pero ella se apiadó, aunque no pude evitar advertir las sonrisitas que Anodina no sabía reprimir –sería lo único, pensé con malicia–.

Celebré el ritual de la llave y, cuando la devolví, sólo encontré a Michelle.

Me aconsejó descansar, me recordó la hora de la cita y me deseó buenas noches. El alivio y la decepción pugnaron por ocupar un solo sitio.

Me despedí con la confianza medio recuperada. Para bien o para mal, había confirmado mi cita, y no tendría más oportunidades de estropearlo antes del día siguiente.
Mi compañero de habitación había ocupado la cama superior de la otra litera, elección que se reflejaba en que la ropa estaba colocada y en nada más; había una luz encendida y un cuaderno sobre una de las mesas, pero el joven no aparecía por ninguna parte. Me dirigí a mi cama y saqué el pijama de la maleta. Con un compañero de habitación, supuse que lo más apropiado sería cambiarme en el servicio. Pretendía acostarme de inmediato y confiaba en que, si no hacía mucho ruido al escribir, la luz no me impediría sumirme en la inconsciencia.

No había dado aún dos pasos hacia la puerta, cuando ésta se abrió y apareció el negro, que superó el repentino desconcierto con una sonrisa amable y algunas palabras en francés.

–Je ne parle pas –balbucí, con el pijama en la mano y la camisa a medio desabrochar.

Sonrió de nuevo, comprendiendo, y recomenzó la conversación en inglés con tono interrogante. Asentí, le devolví el saludo de buenas noches, e intercambié mi Arturo por su Henry. Se disculpó por la pronunciación –que me había parecido notable, o al menos muy de mundo–, y confesó que su lengua natal era el swahili.

Cuando me confirmó que era de Uganda, mis recuerdos se agolparon. Nunca he estado en Uganda. Pero durante un tiempo, y motivado por los anuncios de la televisión y por mi propia situación económica, que en aquel momento era desahogada gracias a mi trabajo como peón en una empresa de pladur y prometía seguir siéndolo durante bastante tiempo –lo fue durante tres años, al cabo de los cuales o me hacían fijo o me echaban–, había colaborado económicamente con una organización no gubernamental que trabajaba en aquel país, apadrinando niños en regiones lejanas a Kampala. Tal vez este joven que ahora estaba ante mí fuese uno de esos niños.

Le pregunté, no sin cierta modestia, si conocía la organización. Sus ojos se iluminaron. Él también había colaborado con ella desde Kampala. Ahora estaba haciendo un doctorado en medicina en Lyon, y había perdido el contacto.

Un gran país, Uganda. Un bonito lugar para vivir, añadió.

No quise contradecirle –en parte porque súbitamente me sentí estúpido–; recientemente en la televisión habían salido imágenes horribles de la última matanza de los guerrilleros y yo sabía que existían o habían existido varias guerrillas –no en vano, se habían cargado el proyecto de la ONG–, pero pensé que no se puede juzgar un país entero por unas imágenes coyunturales, y menos aún un español, no después de tantos años de terror. Además, la naturaleza en Uganda es exuberante, paisajes dignos de ensueño. ¡Ah, la naturaleza en Uganda! ¡Nada menos que las fuentes del Nilo! Así pues, declaré que algún día me gustaría poder ir a verlo.

Me animó, y ambos sonreímos.

Me levanté de la silla que había ocupado durante la conversación y me dirigí al servicio para cambiarme, la mente atareada en recordar todo lo que pudiese sobre Uganda y sobre los traficantes de diamantes del Congo. Pero no era mucho, sólo lo suficiente para tener un vago pesimismo sobre la zona, originado en lecturas dispersas y lejanas en el tiempo. Cuando volví al lugar y momento presente, ya me había cambiado.

–No me molesta la luz –me anticipé a su pregunta.

Me deseó buenas noches y continuó con sus actividades.

Lo último que recuerdo son mis vanos esfuerzos, mientras me dormía, para rememorar el nombre de la niña que había apadrinado.
No volví a ver a Henry. Cuando me desperté, a las nueve pasadas, de un larguísimo y reparador sueño, ya se había marchado. Tras una ducha que me reconcilió con el mundo, bajé a desayunar casi in extremis; debí ser el último, porque las sillas del comedor estaban recogidas sobre las mesas, y la camarera me recibió con expresión descorazonada. Pensé en Michelle, que a estas alturas ya estaría durmiendo, y en las horas que restaban hasta la cita. No estaba realmente nervioso, y ahora lo veía todo desde una distancia prudencial. Michelle estaba buena, eso era indiscutible, y yo tenía alguna oportunidad. Trataría de aprovecharla; ella quería una aventura de algún tipo, intelectual o física, pero lo sentimental quedaba descartado porque pensaba que me iba a quedar sólo tres días. Aventuraría. El tiempo pondría las cosas en su sitio.

De momento, las cuatro horas siguientes reclamaban mi presencia. Para desesperación de la camarera, saqué el plano y lo extendí sobre la caja vacía de los cereales. Elegí un par de lugares cercanos, plazas con iglesias y esas cosas, como primeros puntos de mi visita turística; se encontraban en el barrio de St. Michel y esa cercanía fue lo determinante. Bastante tendría que caminar durante todo el día.

Como muestra de buena voluntad, recogí los cubiertos y el tazón y los llevé a la barra; salí de allí de buen humor, despidiéndome y siendo despedido en francés. Decidí aprovechar aquellas horas para mirar mi guía idiomática y sorprender a Michelle con un vocabulario escogido.

Dejé la maleta, salí, crucé la calle en obras y desemboqué en una plaza ajardinada típica de barrio obrero, con árboles que perdían las hojas y algunos perros paseando con sus dueños. Aún no había llegado lo más caluroso del día y se agradecía el abrigo. La plaza estaba completamente rodeada de asfalto, y las fachadas grises de los edificios de tres de sus flancos daban una impresión de apremiante tristeza; la atravesé rápidamente, más de lo que había pretendido, y me introduje por las callejuelas que prefiguran el corazón de St. Michel, completamente desorientado.

Calles estrechas, de edificios bajos y desiertas; saqué el plano, sólo para descubrir que apenas me había introducido en el barrio. Me dirigí a la siguiente plaza con sólo girar en la siguiente esquina. Aquí, los edificios, a pesar del descuido que lo embargaba todo, eran mucho más antiguos y hermosos; no era la primera vez que me sucedía eso en una ciudad, ni siquiera en Valladolid, que apenas conserva el casco histórico, pero el cambio me emocionó. Esa especie de diacronía, de sentir que atraviesas las épocas en pocos pasos, me afectó especialmente esa mañana, tal vez porque me hacía creíble mi huída, constituía la evidencia de lo múltiple, disculpaba el pasado, otorgándole cierta belleza evocadora.

Naturalmente, tenía otras lecturas, pero las deseché de inmediato, negándome a renunciar a aquella tranquilidad que se me brindaba.

La iglesia estaba cerrada, una pequeña iglesia neoclásica bastante armoniosa. Frente a ella se asfixiaba un diminuto jardín flanqueado por bancos de piedra; no demasiado lejos, un camarero disponía la terraza bajo un soportal.

Me senté en un banco de espaldas a la iglesia, para aprovechar en el rostro los rayos aún tímidos pero ya revitalizantes del sol. Mientras manipulaba mi abrigo para extraer la guía, mis ojos se posaron en el edificio de enfrente.

En medio de los desconchones de la fachada, aparecía el hueco de una puerta y, sobre ésta, escrita con caligrafía insegura, colgaba una pancarta que me llevó un buen rato descifrar. Sólo el número en tinta roja era prominente: cuarenta y cinco, y luego la palabra «días», que ayudaba a cuantificar el tiempo de encierro voluntario que llevaban los inmigrantes sin papeles en aquel lugar.

Por un momento quedé desconcertado. Aquello era Francia, no España. Todos habíamos oído hablar de las constantes reformas de la Ley de Extranjería, de los encierros y las huelgas de hambre, pero todo eso se remontaba a varios años atrás, dos como mínimo, y, si aquello había terminado en España, que era un país que acababa de abrirse a la inmigración, de alguna manera había supuesto que en Francia sería agua pasada mucho tiempo atrás. Tal vez, pensé, tendría que ver con alguna medida de control extraordinaria, como había sucedido en EEUU tras el 11S, o como sucedía en España tras el 11M; el miedo al terrorismo sacudía Europa, por encima de otros problemas que de otro modo me hubieran parecido muy graves.

Me levanté para echar un vistazo, ya que la puerta estaba abierta, aunque en realidad no me interesaba demasiado meterme en jaleos; lo hice lo más disimuladamente que pude, temiendo en todo momento que apareciese la policía y me viera implicado en un problema que en realidad no era mío; yo era ciudadano europeo, y aunque fuese una injusticia y una pena que otras personas sufriesen por no serlo, en realidad no era culpa mía. Bastantes problemas tenía ya. Así y todo, me asomé.

Dos cosas me llamaron la atención, si bien harto diferentes: la primera fue que la puerta daba acceso directamente a una sala rectangular bastante grande, en la que se veían apiñadas decenas de esterillas y sacos de dormir aún ocupados; la segunda fue que sus ocupantes no pertenecían exclusivamente, y ni siquiera en su mayoría, al Magreb. Con la única salvedad de rasgos orientales, allí estaba el mundo. Quizá exagere.

No dije nada, a pesar de que permanecí al menos un minuto absorto en el examen, y las dos o tres personas que deambulaban por entre los estrechos pasillos, para perderse y aparecer por la puerta del fondo, tampoco repararon en mí aparte de un vistazo cansado y somnoliento. A un par de metros de la entrada, y en varios idiomas incluido el español, un cartel presentaba una mesa que sujetaba una caja de cartón: donativos. Casi inconscientemente, y sin saber en realidad a qué estaba contribuyendo, saqué un par de monedas de euro y las introduje por la ranura. Sonó cartón.

Volví sobre mis pasos, un poco descorazonado con el mundo pero satisfecho conmigo mismo, bien que modestamente, y empecé a estudiar para sorprender a Michelle.
Quizá me hubiera valido de más repasar el inglés, pero en todo caso ya tenía mis frases preparadas por si la cosa se ponía romántica. Apenas me llevó media hora, pero el sol no se decidía a la generosidad y empezaba a sentir el frío de la piedra. Era demasiado pronto para pensar en mantenerme ocupado paseando, habida cuenta de lo que me esperaba, pero también para meterme en cualquier sitio definitivamente. Tendría que revisar el mapa y escoger algunos lugares para variar un poco la actividad; pensé en acercarme a la Place de la Victoire para mirar tranquilamente a las estudiantes, pero sería mejor empezar el día con emociones menos fuertes, que me permitieran llegar a Michelle con un mínimo de serenidad. Así pues, retomé el primer proyecto turístico que concebí a mi llegada a Burdeos, y tracé una pequeña ruta hasta el río. Estaba cerca, si bien el lugar se presentaba especialmente laberíntico en estos pocos metros.

Gris y más gris. Edificios deslucidos y ajados se sucedían para multiplicar el efecto del tiempo, densificándolo a la vez. Y, sin embargo, los habitantes del lugar surgían como fragmentos insumisos de colores, atravesaban puertas, hendían ventanas, desplegaban toldos, disponían frutas a las puertas de las tiendas, y la música de los balcones y los gritos de los niños conferían a las paredes una especie de entidad sobreprotectora, como un coloso antiguo esperanzado que se complace en cuidar de sus sueños en lo más íntimo de su ser. Bares con rótulos en diferentes idiomas, tiendas de alimentación, casas bajas apuntaladas con carteles –que proclamaban luchas sindicales, igualitarias, de derechos humanos, pero también clases de francés para inmigrantes, alquileres, comparto piso, se vende bicicleta, llame desde aquí: tarifas reducidas, se hacen rastas y todo tipo de peinados, practique yoga, apoya el encierro, basta de control policial, y muchos otros mensajes que denotaban una vida interna y dinámica–.

Había pensado que aquel barrio se parecía a La Rondilla, allá en Valladolid, y ahora me encontraba en un Lavapiés repleto de edificios emblemáticos, una especie de casco histórico valenciano al que se hubiera renunciado, dejándolo definitivamente a su suerte.

Por momentos, me dejé llevar por la nostalgia y me encontré frente a los ojos negros de Cecilia, envuelto en el cabello sedoso de Rocío.

Me perdí.

Cuando retomé el mapa, comprobé con fastidio que me había ido acercando al centro del barrio, esto es, había marchado paralelamente al río, y ahora estaba cerca de la Flecha de St. Michel, núcleo y emblema del barrio y uno de los monumentos más importantes de Burdeos, la segunda aguja más alta de Francia. Ya que estaba allí… además, me sería más fácil salir del barrio desde la plaza que volver sobre mis pasos, ya que una sola calle llegaba directamente hasta el Mercado de Capuchinos, y desde allí otra conectaba con la del albergue. Me dirigí hacia la flecha con paso decidido, memorizando el corto trayecto y guardando el mapa para disimularme entre aquella irisada parroquia.

Desemboqué en una plaza amplia, ocupada por un mercadillo que se extendía a los pies de la Flecha, la cual se elevaba hasta tal altura que los ojos se encontraban de lleno con un sol que ya había decidido mostrarse en plenitud otoñal.

Di un par de vueltas a su alrededor; el cartel anunciaba que las visitas comenzaban a las tres, por lo que, un tanto decepcionado, me acerqué a la basílica, también cerrada, y finalmente me aposenté en un banco, para contemplar simultáneamente paisaje y paisanaje.

El mercado era bastante exiguo, regentado por magrebíes casi sin excepción, y pocas personas se interesaban por los productos, a pesar de que la plaza era atravesada constantemente por precipitados transeúntes que vestían ropas occidentales; por otro lado, los que se acercaban, en su mayoría árabes a su vez, lo hacían al parecer para saludar a los vendedores y charlar un rato de sus cosas, supongo. Creo que, en todo el tiempo que estuve allí, no fui testigo de una sola venta; una mujer no llegó a un acuerdo sobre una lámpara, y eso fue lo más cerca que estuvieron del comercio.

Podría haber permanecido allí durante toda la mañana, mirando desde mi banco a los ancianos vendedores sentados sobre sus taburetes. Pero me entró hambre y decidí buscar un restaurante español para comerme un pincho de tortilla. Y un vino de Burdeos, que aún no lo había probado. Mientras deambulaba por el barrio, había dejado atrás varios restaurantes con rótulos en castellano, pero no me apetecía regresar; eran casi las doce, de modo que enfilé hacia el Mercado de Capuchinos, con la esperanza de encontrar alguno durante el trayecto.

O no me fijé bien, o no tuve suerte, o simplemente era la única calle sin un solo restaurante español. El caso fue que, un cuarto de hora más tarde, sin más perspectivas inmediatas que llenar el estómago, me encontré en mitad de la avenida que unía el albergue con la Place de la Victoire. Era temprano para Michelle.

Tuve que resignarme al suplicio de las universitarias.
A las dos menos diez, con el aroma de los Burdeos, carísimos, poblando aún mis papilas, subí las escaleras del albergue. En ventanilla volvía a estar el muchacho que hablaba español, al cual comuniqué mi estado de ánimo, que efectivamente era magnífico. No pregunté por Michelle, ya que me había adelantado, y decidí esperarla en la sala de recreo. Estaba vacía. Cierta euforia colocó mis pies encima de la mesa, junto al móvil, y el vino y el exceso de sueño nocturno me incitaron una especie de sopor de lo más reconfortante. Por mí, podíamos quedarnos allí mismo toda la tarde, con la condición de no ser molestados.

A las dos y cinco se me ocurrió por primera vez, con una buena dosis de perplejidad, que Michelle podía no venir en absoluto. No se trataba de que repentinamente dudase de mis encantos, ya que la confianza en ellos se acercaba a la nulidad y era consciente de que todas las mujeres de mi vida habían creído ver en mí cosas que no existían –lo cual había fomentado–; pero, siguiendo esa lógica, había sido Michelle la que había decidido por mí y no había tenido –casi– oportunidad de defraudarse. Se trataba más bien, en este caso, de que todo había sucedido tan deprisa que Michelle ni siquiera había tenido tiempo de ilusionarse con una impostura y, por tanto, podía haber renunciado a la cita por el simple gusto de dormir una horita más.

Con cierto apremio, pero simulando autoconfianza, abandoné la sala y me dirigí a la puerta. Habíamos quedado allí, pero siempre había supuesto que no habría problemas por vernos dentro.

No estaba.

La desilusión atrajo culpas y pesares, errores y dudas que no debían tener vínculos en común, pero que revelaban su proximidad. Me vi allí y me sentí estúpido. Mi vida destrozada y yo sin afrontarla, sin un mínimo de coraje para asumir la responsabilidad que me correspondía, escondiéndome como un niño y aplazando un resultado inapelable.

Me di la vuelta –debía haber dado varias vueltas, inconscientemente, mientras me flagelaba– y descubrí su figura y su sonrisa, que me saludaban desde la acera de enfrente y no dejaron de hacerlo mientras cruzaban la calle.

–Hi! How are you?

Que cómo estaba… como si me encontrase en lo alto de la Flecha de St. Michel, con el sol en el rostro, y contemplase Burdeos, y Francia, y el mundo a mis pies. Le devolví el saludo y le estampé dos besos. Aceptó con naturalidad el saludo y me miró satisfecha y enérgica. No se notaba en absoluto que había dormido menos de ocho horas, límite inferior que a mí me deja hecho polvo.

Me preguntó si tenía que coger algo. Negué. Entró, de todas formas, invitándome a acompañarla; se dirigió a la ventanilla y saludó al chaval. Intercambiaron alguna broma que me la devolvió radiante.

–¿Vamos? –incitó, en español, y se colgó de mi brazo.

Me sentí afortunado, mi pecho se hinchó con voluntad propia y salimos del albergue.
Tres cuartos de hora más tarde, estaba saciado de Garona.

Habíamos hecho el mismo recorrido que yo ensayé por la mañana hasta la aguja St. Michel, y luego llegamos al Ponte de Pierre por la Puerta de los Salineros, desde donde tomamos el paseo que acompaña al río a lo largo de kilómetros, junto a los majestuosos palacios de los señores del vino, la Explanada de Quinconçes, que alberga el Monumento a los Girondinos –al que nos acercamos– y el barco museo que en un principio tomé por un verdadero barco de guerra en activo.

Fue en este preciso momento, mientras ella se reía de mí por mi confusión, cuando nos besamos por primera vez. Después de eso, como una pareja más, recorrimos la ribera cogidos de la mano.

Me ofrecí para pagar su entrada, pero ella se limitó a mostrar una tarjeta que le franqueó el paso. No voy a poner en duda la calidad del Museo de Chartrons o la de Vinorama, pero temo que no pueda elogiarlos con ecuanimidad; cualquier cosa que diga sobre ellos pecará de excesiva, porque, objetivamente hablando, dudo que me hubiesen producido la misma impresión extática de haber ido en solitario o en otra compañía. Recorrer las salas, en todas direcciones sin aparente sentido, fue una búsqueda que nada tenía que ver con el vino o con la enología. Creo que no quedó una sala que no se ruborizase ante nuestra actitud. ¿El tiempo? Todas las edades de la viticultura.

Nos echaron de allí cuando llegó la hora. No había anochecido y me pareció lo más natural que el día no se hubiera despedido sin volver a vernos. Éramos dos chiquillos. Estuvimos de acuerdo, y fue su iniciativa, en comprar unos kebab para llevar, que compartimos mientras atravesamos calles y más calles cuidadas con esmero; hacía fresco junto al río y por eso regresábamos a través de la ciudad. Yo no me sentía ni desorientado ni perdido; el único fin al que quería llegar lo tenía al lado.

El regreso nos estaba llevando mucho más tiempo, deteniéndonos y disfrutándonos continuamente. Ni siquiera pensaba en que tenía que aprovechar aquellos minutos mágicos; lo hacía.

No sé dónde estábamos cuando se detuvo. Parecía muy seria de repente, como enfrentada a sí misma mientras calibraba una situación que yo no comprendía pero a la que no me sentía del todo ajeno. Traté de sonreír en mi perplejidad, y mi mirada buscó una explicación; no intenté otra cosa.

De pronto, volvió a cogerme la mano, me acercó a un portal, sacó una llave, abrió, me besó largamente y me arrastró tras ella. No me resistí.
Durante las dos noches siguientes y el día intermedio, aprendí a nombrar ciertas partes de la anatomía corporal en tantos idiomas, incluido el ruso, que me sentía competente para escribir un tratado de lingüística comparada que no desmereciera en biblioteca alguna. Si antes había intuido ocasionalmente el agotamiento, ahora lo conocía.

Con enormes dificultades, me había levantado de la cama y había preparado el desayuno para ambos. Michelle también estaba despierta, y al verme llegar con la bandeja sonrió lánguidamente y se incorporó para recibirla en el regazo. Estaba demasiado exhausto para excitarme de nuevo, pero la visión de su torso desnudo me embriagó con calidez reconfortante.

Me miró a los ojos, y sus palabras musitadas me llenaron de añoranza. Luego, mucho más breve, en inglés, para que pudiera comprenderla, un «te recordaré siempre» que sin embargo no me desconcertó; me dejó desarmado, me costó aceptar lo que ya sabía. Pero resultaba evidente la inutilidad de insistir, de intentar prolongar lo perfecto, como si el mundo supiera consentirlo; era la misma sensación que ya había experimentado con ella cuando la conocí, tras la primera conversación. Ninguno quería estropear algo que de este modo nos quedaría intacto. Además, dudaba de que realmente fuese a enamorarme de ella; el primer amor es el que nos determina, y ninguna aventura lo puede reemplazar, sino simplemente complementarlo en las zonas de sombra. Eso pensaba.

El último desayuno fue silencioso, porque ambos nos dábamos cuenta de que nuestros intentos, en un idioma que no era el propio, sólo constituían esfuerzos grotescos por ocultar lo que sentíamos tras simple aire articulado. Así pues, ella se limitó a contemplarme mientras me levantaba, recogía el desayuno, me dirigía a la ducha. Siguió tumbada mientras me vestía, con una expresión que no precisaba de ningún adorno, y que seguramente era también la mía. Finalmente, cuando me puse las gafas, ya sólo quedaba la despedida.

Fue uno de los besos más dulces que he recibido nunca, y poco faltó para que me asiera a ella como a una tabla de naufrago; pero no era posible. Creo que el brillo en sus ojos denotaba la misma querencia; no nos conocíamos en realidad, no sabíamos por qué el otro había hecho lo que había hecho, pero creo que ambos fuimos conscientes, más que nunca en aquel momento, de la ayuda mutua que nos habíamos prestado.

No podía sonreír mientras salía de la habitación, cruzaba el pasillo, recogía el abrigo tirado junto a la entrada y atravesaba la puerta del retorno.
Saqué el mapa del bolsillo, decidido a continuar la vida. Emociones entrelazadas en un tejido consistente fueron rechazadas por prioridades y urgencias que en parte nacían de cierta imposición. Pero aquella mañana terminaba mi periodo de permanencia en el albergue y lo primero era recoger la maleta de la consigna. Descubrí sin sorprenderme que me hallaba cerca, apenas un par de giros en calles cortas, y me apresuré.

Sí, miré atrás. No supe evitarlo. Escudriñé su ventana, pero sólo descubrí las cortinas que antes nos protegían y ahora me rechazaban, tan sólidas como cualquier muro. Continué hacia el albergue.

El chaval me reconoció y me tendió la llave. Saqué la maleta. Me deseó buen viaje. Se lo agradecí.

Salí de aquel lugar y me acerqué al parque obrero, triste y gris. Me senté en un banco. Necesitaba reflexionar sobre muchas cosas. Pero el tiempo había empeorado y el cielo otoñal aparecía cubierto por enormes cúmulos que ocultaban por completo el sol, de modo que no tardé en quedarme frío. Superé la tentación de acercarme al kiosco a por un paquete de tabaco; había dejado de fumar hacía pocos meses –seis y medio para ser exactos–, y me sentía orgulloso de ello. Me levanté para alejarme de la tentación y mis pasos se encaminaron instintivamente a St. Michel. En aquel momento no me apetecía nada ir a ver a las estudiantes. En realidad, tampoco me apetecía ir a St. Michel. Volví sobre mis pasos y me acerqué a la zona de la estación. Alquilaría una habitación por un día en algún hotel, dormiría un rato, y luego ya decidiría sobre mi futuro.