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Puesto a renunciar a sueños, el siguiente del que prescindí durante muchas horas fue el REM.

Para empezar, el autocar se retrasó cerca de tres cuartos de hora y me encontró, a la una de la madrugada, sentado en un banco junto a las dársenas de la estación, por lo demás desierta. Me había alegrado al conocer la hora de embarque, pues dificultaba que alguien descubriera mi fuga, pero el retraso y el frío apagaron mi ánimo. Cuando por fin el autocar cruzó las puertas, aquel no mejoró en absoluto; al parecer, se trataba de una subcontrata, y el aspecto del vehículo era lamentable, no solo por su antigüedad sino sobre todo por el descuido estético. Casi le daba a aquel comienzo un tono sombrío. Se detuvo, y un hombre obeso descendió por la puerta delantera.

Me había incorporado y me acerqué a él.

–¿Burdeos? –inquirí, con el laconismo que me inspiraba la situación.

El hombre asintió y se dirigió a las compuertas del portaequipaje, donde colocó la maleta que casi me arrebató.

Súbitamente, estalló en imprecaciones.

–¡No bajar!, ¡no bajar!, ¡nos vamos ya!

Tras un segundo de desconcierto, seguí la trayectoria de su mirada y descubrí a un par de hombres que descendían del autocar. El primero de ellos levantó las manos con gesto apaciguador, para indicar que había comprendido y, después de intercambiar unas palabras y unas sonrisas con el otro, ambos volvieron a subir. El conductor cerró las compuertas y, mascullando algo de lo que sólo entendí «portugueses», estiró la mano hacia mí, comprobó mi billete, se quedó con su parte y me precedió al entrar.

Descubrí que había otro conductor, por lo que debían turnarse en un viaje tan largo. En el momento en que se cerró la puerta automática, el autocar prosiguió camino. No apagaron las luces interiores hasta que abandonamos el recinto de la estación, ignoro si por deferencia a mí o por simple hábito. En cualquier caso, aproveché para buscar mi asiento, que se hallaba cerca de la puerta trasera, y examinar distraídamente a mis compañeros de viaje. No pude evitar la decepción; había confiado en conocer, ya desde el principio, a alguna guapa mujer francesa, a ser posible joven, junto a la que comenzar la aventura con buen pie. En lugar de eso, todos los viajeros eran de mediana edad, de aspecto cansado y, en su mayoría, varones. Sólo en los asientos del fondo pude localizar a la juventud, que se había agrupado para charlar y fumar clandestinamente; en realidad, a medida que pasaron las horas, identifiqué tres grupos bien diferenciados: el primero de portugueses, que eran los que fumaban; uno más reducido de tres magrebíes que no dejaban de hablar y reír, y el tercero compuesto por tres subsaharianos, perfectamente serios y distantes.

Mi compañero de asiento, por el contrario, era un sexagenario que ocupaba parte de mi butaca, la cual dejó libre en cuanto me vio detenerme junto a él. Le di las gracias, en español, por la simple razón de que estábamos en España e ignoraba su nacionalidad; podía haberlo hecho en portugués o en francés, ya que al menos eso sí sé decirlo; no en árabe. No me sacó de dudas, pues se limitó a sonreír tenuemente mientras se retiraba.

La siguiente media hora la pasé en silencio, tratando de buscar la postura menos incómoda, empresa ardua y probablemente condenada de antemano al fracaso; los asientos se separaban los unos de los otros lo justo para atraparte las piernas y obligarte a mantenerlas en la misma posición, como dientes de tela y plástico de una criatura que se sumergía con su presa en las oscuras profundidades de la noche. Por fin, conseguí sacar una pierna y estirarla en el pasillo; irritado, no pude dejar de apreciar la comicidad de dos filas de piernas estiradas como remos a lo largo de una galera. Conseguí mover también la otra pierna, de modo que dejase un pequeño hueco para el confort de mi compañero que, ahora sí, lo ocupó, sonrió, y dijo «obrigado».

Fue el comienzo de una conversación difícil, porque el hombre, en su afán comunicativo, mezclaba el portugués, el francés y el español en una cacofonía que costaba seguir; pero, con buena voluntad, todo es posible. Supe que el autocar llevaba cinco horas viajando cuando llegó a Valladolid, que tardaría otras cinco en llegar a Burdeos, y aún otro tanto al menos en desembocar en París. La mayoría de los pasajeros procedían del norte de Portugal, y se dividían entre los que iban a visitar a su familia a Francia y los que regresaban allí tras visitar su tierra. Sólo los jóvenes viajaban por primera vez para buscarse la vida. Él pertenecía al primer grupo, pues se había establecido en Braga después de cuarenta años conduciendo un camión entre ambos países, pero tenía dos hijos en París, uno conductor, como él, y el otro haciendo lo que podía. Por mi parte, mencioné simplemente que iba a pasar unas cortas vacaciones en Burdeos. Asintió, sin preguntar más, no sé si por educación o por indiferencia. Después de eso, el hombre se recostó contra la cazadora apoyada en la ventana y se durmió.

Yo lo intenté durante un buen rato, pues no quería llegar a Burdeos agotado y perder un día reponiéndome, pero una parada interrumpió la nebulosa en que estaba cayendo.

–¡Media hora de descanso! ¡A las cuatro y cuarto todos aquí! ¡A las cuatro y cuarto, eh, nada de retrasos! –gritó el conductor suplente, señalando un reloj de pulsera en el que no se distinguían las agujas–. ¡Media hora! ¡Cuatro y cuarto! ¡Y cuarto!

Todo el mundo se precipitó afuera. Cuando llegué a los lavabos, la cola se extendía por todo el pasillo de la segunda planta de la estación de servicio. No esperé. Tampoco tenía hambre y no compré nada en la tienda.

A las cuatro, todos los viajeros estaban ya alrededor del autobús. Los conductores, desde la cafetería, nos miraban de reojo de vez en cuando, y parecían gastarse bromas. Los más jóvenes les miraban y se reían a su vez.

A las cuatro y dieciséis minutos según mi móvil abrieron las puertas. Reanudamos el viaje entre las montañas de Euskadi, que sólo se intuían como enormes moles que nos rodeaban. Era la primera vez que viajaba por allí y me hubiera gustado ver su naturaleza con el sol en lo alto, disfrutar de la frontera orográfica que hoy podíamos franquear cómodamente –es un decir–, sin tener que enseñar siquiera la documentación. Pero me lo perdí; la vida es injusta.

Pasadas las seis, llegamos a Burdeos. El conductor lo anunció por megafonía. Me levanté, me despedí de mi compañero de viaje, que volvió a arrellanarse sobre mi butaca, y salí. El obeso me devolvió la maleta sin decir palabra, subió de nuevo y el autocar se perdió en las calles.

Fui el único viajero que se apeó.
Tras un primer vistazo, me di cuenta de que no me hallaba en ningún tipo de estación, sino en mitad de una calle bastante amplia. Por un momento me desconcerté y alarmé, pues tenía billete con la vuelta abierta, pero lancé al aire una sonrisa desdeñosa ante mi actitud; lo último que tenía era prisa por partir.

Había algunas prioridades que controlar antes de dar cualquier otro paso: buscar un lugar para dormir, localizar la Oficina de Turismo y una sucursal bancaria o cajero de donde sacar cuando se me acabase el dinero que tenía.

La estación de trenes estaba frente a mí, como tuve ocasión de comprobar cuando conseguí levantar la cabeza tras establecer las urgencias. Eso justificaba los varios hoteles y pensiones que se ofrecían a mi alrededor. Así pues, la primera de las prioridades no sería difícil de cubrir y la dejé de lado. Crucé hacia la estación, pues supuse que por allí encontraría la Oficina de Turismo, o al menos una sucursal. Efectivamente, se encontraba a la salida de la estación, pero tuve que recorrer por completo los dos niveles de ésta antes de localizarla. Disfruté como un niño, cruzándome con parejas y pequeños grupos que se comunicaban en un idioma que yo casi creía comprender. No entendía nada, por supuesto. En todo caso, aún era pronto, y los viajeros escasos. Siempre tuve la idea de una Europa de seres madrugadores y laboriosos, pero, inopinadamente, esta imagen se fragmentaba a pasos agigantados. Cuando al fin abandoné la estación y descubrí el horario de la Oficina de Turismo, en cuatro idiomas, renuncié a la mitología; me obligaba a deambular durante casi tres horas por una ciudad desconocida, mal iluminada –ésa era mi impresión– y, a aquella hora, aún fría.

Me acerqué a un gran panel en el que se exponía un plano de la ciudad y durante un buen rato vagué mentalmente por sus calles. Creo que en aquel primer contacto intuí ya qué partes de la ciudad iban a gustarme y cuales iba a aborrecer.

En todo caso, pronto resultó manifiesto que no todas mis intuiciones habían sido correctas. Durante el tiempo que había permanecido allí pegado al panel, que debió ser más de lo que en principio hubiera pensado, la ciudad había renacido.

Cuando miré a mi alrededor, los autobuses urbanos se sucedían en una calle minutos antes desierta, los coches poblaban el asfalto, respiraban enfurruñados en los semáforos, y partían hacia su destino con un frenesí inconcebible; las puertas automáticas de la estación de autobuses permanecían constantemente abiertas, y sus tímidos intentos de recuperar su voluntad de cancela eran inmediatamente censurados por la presencia de figuras que se apresuraban en ambas direcciones.

Consulté la hora en mi móvil, temeroso de que el tiempo hubiera tropezado y se precipitase en pasos inverosímiles para recuperar el equilibrio, o bien que el cansancio y el sueño acumulado me hubieran vencido de pie y sólo ahora despertase. Pero no. Toda aquella actividad había comenzado como una carrera de obstáculos, en apenas unos minutos.

Sin saber bien por qué, me sentí animado. Miré la ciudad con otros ojos. Plano en ristre, decidí recorrerla, al menos la avenida que partía de la estación; sabía que, tarde o temprano, si la seguía en la dirección adecuada, llegaría cerca del río, el Garona, y me apetecía caminar, ya perfectamente despejado. No quedaba mucho para el amanecer y me pareció buena idea verlo sobre el río.

Lamentablemente, se me adelantó. La avenida que seguía no desembocaba exactamente en la ribera, y no me atreví a callejear para buscarla. Tomé algunas calles que me parecían más prominentes, volví, y así gasté una hora, recorriéndolas sin sentido. El regreso a la estación me llevó la mitad, apremiado por el cansancio que empezaba a pasarme factura. Desayuné en un bar junto a la estación; un «café olé» y un «cruasan», así pronunciados, me costaron tres euros que me reintegraron a la realidad más cruda. Si pretendía mantenerme el máximo tiempo sólo con mis recursos, más me valía empezar a economizar ya.

Tomé nota de la lección, reposé un buen rato en la silla para completar el tiempo y me encaminé hacia la Oficina de Turismo.
El hombre levantó la mirada del libro y me saludó en francés. Le devolví el saludo lo mejor que pude y le pregunté si hablaba español. Error. Se levantó ofendido, como si mi pregunta hubiera cuestionado una parte importante de su personalidad, y su mirada suficiente me llegó desde detrás de las gafas de montura fina.

–Sí –fue todo lo que dijo.

Desde detrás de mi propia montura metálica, sostuve su mirada; yo era más alto que él, pero el mostrador le otorgaba cierta ventaja. En todo caso, quedaba claro que el peso de la conversación debía recaer en mí, que había entrado en aquel lugar a interrumpirle; algo querría. Así pues, con mi mejor sonrisa de vendedor –lo había sido durante una época, para una firma de filtros de agua por la que habían pasado la mayor parte de mis conocidos que llevaban tiempo parados, con el mismo resultado más bien desalentador–, le interrogué sobre mis inquietudes más inmediatas.

Debo decir en su honor que en ningún momento intentó ser amable, y mantuvo la misma mirada entre ofendida y autoconfiada incluso cuando mencioné la palabra económico junto a alojamiento; podía haber añadido un desprecio más ostensible, pero no lo hizo; supongo que estaba lo suficientemente ocupado en sí mismo como para rebajarse a juzgarme. Me recomendó el Albergue de la Juventud, recurso que yo había pasado inexcusablemente por alto; tendría que hacerme un carnet nuevo, porque el que tenía se remontaba a cuando efectivamente era joven y no había cumplido los treinta, pero incluso así me compensaba. Se suponía que el tiempo máximo de estancia era de tres días, lo cual me permitiría conocer la ciudad y elegir con más cuidado una buena pensión u hotel.

Aunque no lo expresé, le agradecí enormemente la información; me limité a un «gracias» al que asintió como si adivinase la enorme utilidad que me prodigaba. Me dio la dirección y un plano en el que la señaló con un círculo. Pensé en irme, pero un impulso repentino me llevó a preguntarle por una buena librería.

–Librerí –entendí.

Tampoco había añadido nada más. Repetí el nombre un par de veces para comprobar si lo había entendido bien, y, aún inseguro, me atreví a inquirir: «¿Así como suena?». Asintió. Yo insistí: «¿L-I-B-R-E-R-I?»

Me miró con espanto, repitió una vez más «Libreri», me arrebató el plano, señaló otro círculo, y escribió al margen, con bonita caligrafía: Librairie. Ahí empecé a entender que iba a tener verdaderos problemas idiomáticos.

Tras este fracaso, debería haberme marchado inmediatamente. Ignoro qué especie de ansia masoquista me retuvo allí, y sólo puedo atribuir a la falta de sueño que mi boca se abriese y, con cierta incredulidad, la oyera articular:

–¿Hay algún sitio especial dónde se reúnan los españoles en Burdeos? –algo que, honestamente, creía que en aquel momento no me importaba en absoluto, ni siquiera tras mi última derrota lingüística.

Pero el hombre no varió su expresión. Llevando su mirada a un lugar que debía estar detrás de mí, y con su pronunciación defectuosa, dijo:

– St. Michel; allí hay moros, portugueses y españoles; aunque los españoles están más repartidos. – Volvió a señalar el mapa y añadió–: Ahí cerca.

Le di las gracias, en francés, y salí.

No me costó orientarme para llegar al albergue; a decir verdad, sólo distaba unos cientos de metros, poco más de dos de aquellas enormes calles. Mientras caminaba, ya recuperada parte de la autoestima, ni siquiera me importó haber olvidado interrogarle por un cajero; yo mismo encontré alguno por el camino. Tomé nota de su ubicación y continué.

La calle por la que transitaba era en realidad una especie de frontera; a la derecha, hasta el río, se extendía el barrio de St. Michel, entonces aún desconocido por mí. Pero ya la acera correspondiente exhibía parte de la idiosincrasia de lo que ocultaba: pensiones baratas junto a clubes de alterne, locutorios telefónicos, comedores con carteles en español y árabe principalmente, se sucedían y alternaban con tiendas de electrodomésticos y menaje. Me sentí reconfortado; pensé en mi barrio, La Rondilla, allá en Valladolid, con el auge espectacular del número de inmigrantes en pocos años y los eternos problemas de aparcamiento.

Apenas tardé veinte minutos en llegar al albergue y allí mi cuerpo agotado y mi mente adormilada se llevaron el siguiente revés. Sí, hablaban español. Sí, había plazas. Pero hasta las doce no se admitían reservas y hasta las cuatro de la tarde las habitaciones no se podían ocupar.

Al menos me hice el carné de alberguista, tras lo cual me propusieron dejar la maleta en la consigna, si quería.

Quería.

La siguiente hora y media la utilicé para acercarme a la Place de la Victoire, pedir otro «café olé» en un bar, y sentarme junto a su gran cristalera para observar la Porte d´Aquitaine, a cuya vera zascandileaban las estudiantes de la Facultad de Medicina y Farmacia.
Aproveché para llamar a Inés. Decirlo parece mucho más fácil, aunque en realidad me costó mucho menos de lo que había imaginado; el dinero había desaparecido, yo estaba en Francia, y necesitaba tiempo para pensar. Una vez asumidas estas tres premisas, no me resultó tan complicado enlazar las mentiras a través del teléfono. Tras varios minutos, lo único que realmente me preocupaba era que comenzaba a salirme caro.

Inés se mostró atenta, me animó, deseó que no fuese nada y que mi madre se repusiera pronto, y prometió hacerse cargo de los papeles hasta que yo llegase, de modo que sólo tuviera que preocuparme de lo fundamental. Afortunadamente, mi madre vivía en Logroño con mi hermana, por lo que se descartaban las visitas sorpresa. Agradecí sus atenciones, le pedí que informara a Juan, y prometí volver tan pronto como me fuera posible; en caso contrario, llamaría como muy tarde el jueves; incluso aconsejé que me telefonearan al móvil si había algún imprevisto, tras lo cual colgué y lo apagué.

No sé si me quité un peso o simplemente lo cargué de forma más equilibrada. Hasta aquel momento, todos mis actos se habían desarrollado de forma clandestina, en un aislamiento que dotaba de hiperrealidad a cada pensamiento, que desestabilizaba la balanza a ambos lados sin solución de continuidad, que a cada instante me hacía dudar y flaquear, pasar de la indiferencia a la desesperación. Aunque ello, sin duda, se veía agravado por la falta de sueño, no podía atribuir al insomnio toda la culpa. Casi me sentí tentado de reír cuando recordé que había cifrado mis esperanzas en la lotería. Llevaba varios años jugando al cupón y nunca me había tocado nada.

Después de hablar con Inés, después de hacer partícipe a otra persona, siquiera indirectamente, de aquella farsa, de repente se produjo una precipitación natural de mis emociones, y lo vi todo absolutamente claro. Lo había hecho. No había vuelta atrás. Ahora sabía que volvería a Valladolid, que aceptaría la indignación de mis jefes, su ira, su desprecio, el castigo de la justicia.

Pero ahora no estaba allí.

Gastaría mi dinero, el mío, el ganado por medio de mi trabajo, y volvería. Ahora era la hora de disfrutar. Por absurdo que pareciera, era libre.

Me aferré a aquella sensación. Me aferré, porque suponía que no podía durar mucho.

Salí del bar, atravesé la Place de la Victoire, la Porte d’Aquitaine, pasé junto a las estudiantes y me dispuse a conocer Burdeos hasta la hora de comer.
Miles de personas paseaban o se precipitaban a aquella hora por las calles comerciales. Me sorprendió la abundancia de restaurante turcos, y para mi regocijo comprobé que alguno era incluso más barato que en Valladolid. Tomé también buena nota de ello y me dirigí hacia la librería, sin más razón que la señal de mi plano. Aproveché, dando un pequeño rodeo, para acercarme a la catedral de St. André; aunque en aquel momento no estaba para obras de arte, me emocionaron sus pináculos, sus arbotantes y su altísimo campanario separado del edificio. Confieso mi total ignorancia sobre casi todo, pero los edificios góticos siempre me han impresionado. Me prometí volver, y emprendí la subida por las calles semipeatonales que me llevarían a la librería.

Caminaba despreocupado, observando aquella mezcla de culturas con admiración; en una etapa de mi vida, una de esas fases en que la economía te condena al paro, simultaneé un curso del INEM de contabilidad –el mismo que me había conducido a esta penosa situación años más tarde– con la actividad de profesor de español para extranjeros; entonces ya empezaban a llegar a Valladolid muchas personas que no conocían el idioma, y las asociaciones sociales echaban mano de cualquiera que estuviera dispuesto a colaborar gratuitamente. Tuve la desgracia, o así lo vi en el momento en que me lo propuso, de haber comenzado en aquel tiempo una relación sentimental con una joven decididamente solidaria y comprometida y, puesto que en verdad lo pasaba bien con ella, acepté su proposición; a fin de cuentas, tampoco tenía otra cosa que hacer, y era una oportunidad de pasar más tiempo juntos. Durante tres meses, tres días por semana, dos horas al día, me plantaba delante de unos hombres y mujeres que realmente escuchaban todo lo que decía y trataban desesperadamente de aprenderlo. Nunca me había sentido así y dudo que me vuelva a suceder. Tal vez en mi juicio. Pero supongo que no era mejor profesor que contable. Hubiera seguido, en todo caso, de no verme desplazado por varios entusiastas estudiantes de filología que, gracias a sus malabarismos retóricos, se permitían sentirse solidarios y hacer prácticas todo en uno.

Si me preguntan por mi amada decididamente solidaria y comprometida, sólo diré que lo nuestro terminó más tarde, más despacio, y constituye una de mis experiencias satisfactorias.

Supongo que eso también contribuye a que guarde unos bonitos recuerdos de aquel tiempo, y a que desde entonces me entusiasme la diversidad.

Llegué a la librería. A pesar de aquel pinito en el mundo de la docencia, no soy un gran lector y aprovecho sobre todo las vacaciones. Mi interés allí era sobre todo hacerme con una de esas guías de conversación que, aunque parezca mentira, a veces te sacan de un apuro. Cuando no puedes señalar algo, la mímica no siempre simplifica las cosas.

Resultó ser bastante grande y ordenada; tenía su sección española, y pasé bastante rato hojeando los libros de algunos autores que me resultaban familiares; es curioso saber quién triunfa fuera de sus fronteras. Compré la guía más barata, cuatro con cincuenta y cinco, y me dirigí a la sección de idiomas. Una vez hice un cursillo de ruso; en realidad sólo lo empecé, motivado por aquella gente que había conocido, pero nunca supe decir gran cosa. De vez en cuando, siempre que hayas llegado al punto de la risa fácil, te sirve para consolidar alguna conquista. Unas pocas palabras en un idioma exótico, e incluso yo me sorprendo de los resultados. El caso fue que busqué, por puro entretenimiento, un diccionario de ruso pero, descartado el ruso–francés, tuve que conformarme con el ruso–inglés. Pasé un buen rato, aunque admito que apenas comprendí nada.

Entre unas cosas y otras, llegaron las dos de la tarde.

Pagué la guía de conversación, sonreí a la dependienta, que tenía una preciosa mirada de dependienta, y volví sobre mis pasos hacia algún kebab que llevarme al estómago.
A las cuatro de la tarde, ni un minuto más, subía las escaleras del albergue. Me sentía, sencillamente, derrotado. La comida había acentuado la somnolencia, y lo único que deseaba era una cama. Me acerqué a la oficina, a la ventanilla, sólo para comprobar que no había nadie. Esperé medio minuto y alcé la voz.

–Hola, buenas tardes –lo dije en español porque no lo pensé y además no sabía decirlo en francés sin mirar la guía, que veía borrosa.

Recibí contestación en la forma de una puerta que se abrió al fondo de la oficina. Apareció una mujer de mi edad, morena, con el pelo más bien corto peinado de modo femenino y unos grandes ojos que me miraron interrogantes. Me quedé prendado en aquel mismo momento.

Repetí el saludo, pero ella sólo sonrió confusa. Sus labios se abrieron lenta y levemente, revelando la blancura de sus dientes pequeños. Me quedé contemplando sus ojos marrones, delimitados por un perfil azul en el párpado, y la línea de su nariz, que terminaba en el momento justo. Supongo que no transcurrió tanto tiempo como ahora me lleva evocarla.

Ella continuaba mirando fijamente, interrogante pero ya más segura. No hablaba español. Su voz llegó a mis oídos como un bálsamo; una voz firme, confiada y cálida a la vez. Siempre me he enamorado de las voces, y suelen perdurar en mi cabeza cuando las imágenes visuales se confunden. Hablaba inglés, con un acento encantador. ¿Y ruso? Afortunadamente tampoco, pero sonrió abiertamente, devolviéndome mi sonrisa mientras negaba y sus ojos se iluminaron. Unas tenues arrugas aparecieron junto a ellos, proporcionándole una belleza más madura, realzada por el jersey de punto del mismo color que sus pupilas.

Había vuelto a enamorarme, no cabía duda. Al menos por aquella tarde.

Reservé una cama por tres días, pagando por anticipado. Le pedí la llave de la consigna común, explicándole que había estado por la mañana y que había dejado allí mi maleta; me costó un poco formar tantas frases en inglés después de tanto tiempo, pero creo que me comprendió a la primera, consiguiendo no hacer demasiados gestos con las manos. Me dio la llave, recogí la maleta, le devolví la llave y me despedí entre sonrisas.

Mi habitación estaba en la quinta planta, por lo que tomé el ascensor; las paredes de éste eran por completo transparentes. Antes de desaparecer en las alturas, dirigí la vista hacia la oficina; ella aún estaba en la ventanilla, ordenando los papeles, y en un instante se cruzaron nuestras miradas.

Sonreí y saludé. Devolvió ambas cosas.

Ya en la habitación, descubrí dos literas de dos camas cada una, cuatro camas vacías en total. Elegí la superior de la más alejada del servicio, junto a la ventana.

Feliz y desesperadamente cansado, me quité las gafas, los zapatos, dejé el móvil en el cajón, doblé cuidadosamente los pantalones, colgué la camisa en la percha, y arrojé el jersey y los calcetines en el armario. Me puse precipitadamente el pijama. Me acosté de un salto.

Me dormí.