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La gente de ClásicoZ nos pasa un fragmento de su último libro, El Zombi del Hortelano, que, como ya sabéis por entradas anteriores, podéis adquirir desde 0€ en versión digital (aunque agradecen unas monedillas de vez en cuando, insisten en que su prioridad sigue siendo promocionar las obras clásicas castellanas en su versión zombi, según elles la verdadera verdad de la realidad más real… o algo así), o 5€ su versión impresa (ver información en lektu, donde además encontraréis otras modalidades de pago por la versión digital, «pago social» y «paga si te gusta»).
Sin más, he aquí el fragmento:
Capítulo I
Donde se presenta a Diana, condesa de Belflor. A las gentes de su casa y lo que estas hacen a sus espaldas. Donde conocemos a sus pretendientes y las proezas que estos realizan frente a los ejércitos de zombis que sitian Nápoles.
«¿Dónde se ha visto tamaño desmán?
¿Horas son estas de dar la tabarra?
¡Duerma en el sótano o en el desván,
oigo a los zombis de juerga y de farra!»
Los cuatro endecasílabos –volvió a repasarlos para asegurarse, dando un ligero toque con el dedo sobre la mesa a cada golpe de voz y sumando donde había que sumar– le habían salido de un tirón, lo que no estaba mal para esas horas de la madrugada, pero lamentablemente habían nacido con el don de la profecía, y su concentración se vio interrumpida por una gran algarabía procedente de la entrada de la mansión donde Diana, condesa de Belflor, trataba de apartarse del mundanal ruido.
Al otro lado de la ventana, una pluma ardiente ascendía con suavidad, casi con indolencia. Abandonó la estancia y salió a grandes voces hacia la escalera.
–¿Otra vez los zombis en mi casa? ¡Eh! ¡Servicio! ¿Es que estáis sordos? ¡Id y dalles su merecido! –gritó la aún joven persona, poeta y mujer, según sus propias prioridades.
El servicio no debía estar tan sordo ni ser tan poco avisado como las palabras de la rimadora interrumpida nos pueden inducir a pensar, pues cuando esta terminó de descender, fue testigo de la presencia de su gentilhombre Fabio junto a la puerta y del cierre de esta por parte de su mayordomo Otavio tras la entrada de más gente de su casa. Su secretario Zeodoro portaba en las manos una horripilante cabeza de zombi y una enorme sonrisa satisfecha en la propia.
–¿Cuántas veces tengo que repetirte que no introduzcas semejantes inmundicias en esta honorable y noble mansión? –reprendió.
El todavía joven secretario ensayó una curiosa reverencia, mixtura de diferentes cortes y culturas por las que había prodigado su primera juventud, y sin borrar la sonrisa ensayó una disculpa zalamera. Sigue leyendo