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Índice La sombra de la luz

Segundo Clon y Glorika Adrowicz

Llovió antes del alba, sorprendiéndoles de camino. El Rey les había regalado caballos de Sandor, y Origog cabalgaba sobre Alwarin, perteneciente a las cuadras de Brim Tarlá, el mismo corcel que ya le había llevado a Arodia anteriormente, y con el que había congeniado muy bien, a pesar de que se trataba de un fogoso animal, que compensaba su escasa estatura con una velocidad y un instinto muy acordes con las necesidades del mensajero.

La columna serpeaba despacio entre las grietas rocosas de la estepa, y mantenía una prudencia en la marcha que no todos soportaban con la misma paciencia, ávidos de llegar a sus respectivos destinos. Pero la lluvia había humedecido el piso, y un resbalón podía ocasionar una caída desgraciada. Así pues, Rolja cabalgaba al paso, encabezando la columna, y tras él diez de sus caballeros constituían la vanguardia. Gôlfang, Carg y Origog les sucedían, y justo tras ellos avanzaban el Alférez Balamó de Gargüid y sus dos escoltas, cerrando la columna otros doce caballeros al servicio del Señor de Dorón.

Un par de horas más tarde la lluvia había cesado, y se atrevieron a incrementar el ritmo, de modo que llegasen a Minas Dirok antes de la noche. Desde allí, la mayoría de ellos seguirían viaje hasta el Castillo Verde, donde Rolja tenía como misión, aparte de escoltar al Alférez, entrevistarse con el rey Dámjala para calcular el número de tropas sandoreanas que debían ponerse en movimiento para sorprender a los kérveros por el este, después de impedir la llegada de refuerzos desde el Boureanaur. El Alférez no se mostraba tranquilo, pues pensaba que a estas alturas tal vez ya hubieran comenzado los combates, a pesar de su consejo en favor de esperar los refuerzos de Sandor; el rey había insistido en que no toleraría que los kérveros llegasen hasta el mismo Castillo Verde después de haber arrasado los campos de cultivo a su paso. Rolja pelearía junto a los garguines si llegaba el caso, mientras esperaba la ocasión propicia para acompañar tanto a Dámjala como a Carg, si éste finalmente era aclamado rey de su pueblo, hasta Ardellén para jurar solemnemente vasallaje a Brim Tarlá y así que las palabras fueran hechos.

El primer objetivo se cumplió sin apenas retrasos, y avistaron el sistema semicircular de Minas Dirok poco después de que las dos lunas se hubieran ocultado por los polos.

Quizá sólo los Orondos,y tal vez Gôlfang pudieron percibir la solemnidad del recibimiento. Tan pronto como fueron avistados, los vigías hicieron sonar un cuerno, algo inusual en aquellos parajes, y pronto la entrada fue cubierta por una multitud expectante, encabezada por los tres sacerdotes de Sírom, ataviados de gala, y seguida por los de Karas y Karos, los zulfos, los arqueros del Capitán en perfecta formación, y todos y cada uno de los habitantes del campamento.

Se vieron obligados a detenerse.

–¡Salve! –saludaron los sacerdotes de Sírom, y se acercaron al Capitán Carg, que para entonces encabezaba la columna. El militar les miraba impasible–. ¡Salve, Rey Carg! –repitieron, y entonces se arrodillaron ante él, y todos los demás Orondos siguieron su ejemplo.

Tanto el Capitán como Origog permanecieron estupefactos a lomos de sus caballos, y a Origog ni siquiera se le pasó por la cabeza imitar al resto de su pueblo.

Fue el Capitán el primero en reaccionar. Desmontó con tranquilidad, colocó bien su espada, y se acercó a los sacerdotes.

–¿Qué está sucediendo aquí? –interrogó, en el mismo tono duro e impersonal que utilizaría para interpelar a dos soldados a los que hubiera sorprendido en medio de una pelea.

El sacerdote que ocupaba el lugar intermedio levantó apenas la cabeza.

–El gozo ha venido a reemplazar a la angustia de nuestro pueblo; la esperanza al ocaso; la felicidad al dolor. Su Majestad Edgar III fue un gran rey que dio su vida por nosotros, y nadie le olvida. Pero el pueblo Orondo necesitaba un guía, una persona que nos llevara por la senda del futuro, y nuestras plegarias han encontrado eco en las alturas –comenzó el sacerdote, que había tomado confianza y más parecía dirigir un discurso al pueblo que brindar una explicación al Capitán. Continuó–. Ayer por la tarde el cielo se oscureció sobre nuestras cabezas; no eran nubes lo que ocultaba el sol, y el terror oprimió nuestros corazones al recordar la noche del día y la resurrección del dragón. Pero pronto todo nuestro miedo se trocó en alegría, y nos fue dado el honor de contemplar la gloria del Heraldo, que descendió entre nosotros para comunicarnos la nueva: el pueblo de los Iöron, los Errantes, así dijo, volvería a fatigar la tierra con sus pasos en busca de un hogar, y lucharía como siempre lo había hecho al lado de la Luz, y para ayudarnos a hacerlo él había designado un guía, un adalid, un Rey que nos gobernase, y éste no era otro que Carg dil Daneg, Carg I desde este momento, con la bendición de Sírom. Luego nos bendijo a todos y nos pidió que os esperáramos, Majestad, y que os rindiéramos pleitesía y aguardásemos vuestras órdenes. Entonces el cielo recuperó la claridad del día, y nosotros aprestamos los preparativos para vuestra coronación, mañana al mediodía –terminó el Iöron, y la multitud estalló en vítores.

Sólo entonces Origog se arrojó del caballo y clavó sus rodillas en tierra.

Después de eso, los zulfos se aproximaron a Carg y le saludaron con una reverencia.

–Yo os saludo, majestad –recitó Tálendir, que clavó su mirada en los ojos de Gôlfang.

–Y yo os bendigo, en el nombre de Karos –añadió el Qüemyum, que había desmontado y se había colocado al frente de los sacerdotes marrones y azules. Su mirada era solemne, y nadie hubiera podido adivinar la densidad de sus pensamientos. Pero uno se elevaba sobre los demás sin poder controlarlo: el Heraldo había intervenido, había falseado el nombre de los Iöron, y les había situado al lado de la Luz. Qué podía salir de todo aquello, Gôlfang no podía dedicirlo, pero le disgustaba la injerencia desproporcionada del Heraldo; o del propio Sírom, por su boca, tal vez.

El Capitán Carg saludó a su pueblo. Montó. Despacio, se introdujo en el campamento, flanqueado por las risas y los vítores que le dispensaban aquellos que se atrevían a recuperar la fe. Ahora era su obligación, y era una obligación por la gracia de su dios, mantener esa fe. Y también mantenerles con vida.

Los zulfos levantaron dos tiendas para los sandoreanos y los garguines. Éstos habían presentado sus respetos al nuevo rey, y después del agotador día se habían retirado a descansar. Al siguiente asistirían a la coronación, y si el Alférez se sintió contrariado por la pérdida de tiempo, no lo hizo visible.

Origog despertó en mitad de la noche sin sobresaltos. Era la segunda noche consecutiva que le sucedía lo mismo, aunque confiaba en que esta vez no estuviera esperándole un rey milenario.

Al mirar a Gara, observó que le observaba casi sonriendo. Todos sus temores sobre la somnolencia dejaron paso a la satisfacción, pero las palabras no tenían lugar.

Cuando llegaron al campamento, Origog se había dado cuenta de que no tenía donde dormir, y en un impulso se había acercado a la tienda de Gara para hablarle de cuanto había visto, y sobre todo para explicarle su necesidad de no perderla, sus esperanzas, su decisión de intentar recuperar lo perdido o de soportar juntos lo añadido, erosionándolo con su amor y su determinación.

Gara le había franqueado la entrada y le había indicado un jergón donde tumbarse, como si lo esperara. Estaba muy cansada, le dijo, se alegraba de que estuviera bien, y al día siguiente hablarían.

–Me alegra volver a verte –fue ella quién rompió el silencio.

–También a mi me alegra volver. Siento haberme marchado así –musitó, porque en realidad no sabía por qué lo había hecho.

Gara asintió.

–Gôlfang me ha pedido que le acompañe de nuevo –comenzó tras unos instantes, y fue como si una corriente de aire helado los separase. Pero tenía que decirlo, ahora o nunca, antes de permitir instalarse a cualquier suposición–. Tengo que hacerlo, porque… –no quiso ensayar ninguna excusa, porque de nuevo ignoraba la razón que le impulsaba lejos de aquello que más amaba.

Algo debió ver Gara en su expresión.

–¿Cuánto tiempo…? –comenzó, pero no quiso o no supo terminar la frase.

Origog estuvo tentado de aprovechar aquella oportunidad, pero de nuevo le pareció un chantaje.

–Debo… –musitó solamente. Pero al cabo de un segundo tan solo sucumbió–. Te quiero, y no deseo marcharme, pero he de hacerlo. Volveré, en cuanto pueda, y entonces… –se derrumbó del todo, porque no podía pedirle que esperase sin más, cuando él no le estaba ofreciendo nada a lo que asirse excepto su declaración. Y el pasado.

Gara le miró. Le miró como a un chiquillo, y supo, en aquel instante, que hubiera podido odiar a Gôlfang, al Capitán Carg, al mismo Sírom, si pudiera culparles por lo que les sucedía. Pero no tenía a quién culpar, sólo su dolor y ahora la pérdida de Origog. Pero qué se podía hacer cuando los mismos dioses se mostraban abiertamente para dirigir sus vidas.

Unos pasos en la entrada de la tienda interrumpieron el silencio, y la silueta de Gwist se dibujó contra la luz de la vela.

–Lamento molestaros –se presentó, locuaz, pero quedó un tanto paralizado al advertir que en verdad estaba interrumpiendo algo–. Es decir, me voy –añadió con mal disimulado apuro.

Se lo impidieron.

–¿Qué deseas, Gwist?

El Iöron decidió aprovechar el momento y ser breve.

–Sólo decirte que partiremos después de la coronación –informó, evitando sus miradas.

Ya era tarde para explicaciones.

–Gracias, Gwist –le despidió.

Gara yacía en su lecho.

Se reclinó y trató de dormir.

Los zulfos se prepararon para partir hacia Dianeria, y de allí embarcarse hacia el puerto de Quöratroria, desde donde llegarían a Blakari. Ya no eran necesarios para proteger a los Iöron, y tenían sus propias cruzadas que combatir. Asistirían a la coronación del rey, pero no permanecerían allí ni un minuto más.

Al igual que los zulfos, los sandoreanos y los garguines, junto a Gôlfang, partirían al norte sin perder tiempo.

El Qüemyum paseaba entre las tiendas en aquel momento. Había dejado atrás el tumulto que rodeaba al nuevo rey de los Iöron, y se acercaba a las casas de curación. Las halló desiertas, y sólo un sacerdote azul apareció por allí después de un rato. Se acercó a él sonriendo.

–Venerable –reconoció–. Para ellos recuperar a su rey es más importante que la salud –dijo, abarcando las camas vacías–. Aunque ninguno estaba realmente grave.

–Eso me reconforta, pues deben hacer un viaje largo y penoso –repuso. Pero no había venido para eso–. Os agradezco que hayáis sanado mis heridas, que me hayáis cuidado en mi debilidad, y deseo que sepáis que no puedo olvidarlo, y que os lo agradezco –añadió. Luego, las palabras que más le dolían–. Sin embargo, aún debo pediros algo más –el sacerdote le miró, con ojos amables y comprensivos; más aún, reflejaban un cariño y un respeto que le emocionó, aunque en cualquier otro momento y lugar no lo hubiera admitido. Por eso, aunque le dolía, aunque sabía que no era estrictamente necesario, aunque ni siquiera debía pagar a Karas por lo que había hecho por él, decidió terminar la frase que había comenzado–. ¿Me permitiréis unirme a vuestros rezos por Zôrdon?

El hombre extendió sus manos hasta sujetar suavemente las de Gôlfang. Abandonaron la tienda y se unieron a los otros dos sacerdotes azules, que observaban con veneración el disco de Lubania. Formaron un círculo.

El último adiós. La última despedida.

La ceremonia fue todo lo sencilla que correspondía al carisma de Sírom. Ni complicados rituales, ni oropeles, ni grandes festejos. Simplemente la corona sobre la frente de Carg, oraciones al dios por el bien del nuevo monarca, y un desfile de Iöron hacia la colina donde se celebraba la ceremonia con el fin de recibir la bendición de Carg I y jurar obediencia. Ni siquiera un bonito discurso del rey, sólo frases concisas más parecidas a órdenes, y un deseo de mantenerse justo y someterse a la voluntad del pueblo; aquella última frase fue la única que el antiguo Capitán concedió a la retórica.

Luego, las felicitaciones de los extranjeros e, inevitablemente, las despedidas y los buenos deseos.

Cuando todo finalizó, Origog se dirigió a la armería para renovar su vestuario, con el fin de darle un toque más acorde a las circunstancias. Pidió una espada y una cota de mallas. Aunque dolido, no se atrevía a lamentar su decisión. No se despediría, porque ya se habían dicho todo lo que sabían decirse.

Se armó su cota de mallas y metió el jubón, bien doblado, en la alforja, y también pluma y tinta junto a un par de pergaminos, aunque no se dio cuenta de ello. Metió asimismo una cuerda y una pequeña daga y cerró la alforja. Salió en busca del caballo. El animal le recibió con un corto relincho inquieto. Tal vez fuese el único con ganas de partir. Montó y se dirigió a la tienda donde Gôlfang se preparaba. Vio su caballo fuera, ensillado ya, aunque sus albardas estaban vacías; las suyas rebosaban de alimentos.

Cuando se acercó más, descubrió que los caballeros ya habían formado cerca de allí, y la columna de veinticinco hombres, al frente de la cual estaban los garguines y el Señor de Dorón, con su pendón en alto, había sido engrosada por uno más, que hablaba animadamente con Rolja. Era Gwist, por supuesto.

Le llamó con la mano sin dejar de hablar, y se acercó a ellos.

–Saludos, Origog –dijo Gwist.

–Espero que sea un buen día –añadió Rolja.

–Saludos a todos –correspondió el mensajero, ampliando su gesto a toda la columna.

Un murmullo de saludos se levantó entre los caballeros, lo que provocó la sonrisa del mensajero.

–¡Bien!, sólo queda Gôlfang por llegar, y después partiremos. Estoy deseando hacerlo –dijo Gwist animado. Alwarin no era el único que se sentía incómodo en el campamento, a fin de cuentas.

–Volvemos a cagalgarr juntos –intervino Rolja–. Karros ponga en nuestro camino muchos kérrverros que vencerr.

La mueca de Origog lo dijo todo.

Poco tiempo después, Gôlfang se unió a ellos. Su vieja túnica marrón había sido reemplazada por una más nueva, con remates de hilo de oro, que además conformaban un bordado en forma de águila en posición de ataque, el mismo emblema que los caballeros de Boneria mostraban en su escudo. No vieron el bastón, y en su lugar les sorprendió encontrar una terrible espada de color blanco que pendía de su cintura.

Miró al cartógrafo un momento, y sus miradas se cruzaron. Al fin, al anciano se dirigió hacia el Señor de Dorón.

–Saludos, Señor Rolja. Agradezco vuestra gentiliza al esperarnos –mientras hablaba, dirigió su mirada a los garguines en un par de ocasiones.

–Nada más grato que ayudarr al más insigne de los hombrres –respondió el caballero.

–Ultimemos los detalles del viaje que la prisa de la salida ha impedido concretar.

–Así sea, aunque no conozco la rruta y no serré de mucha ayuda.

–Pienso que el itinerario debe seguir las Vïas. Tenemos con nosotros un guía excelente. Llegaremos a Minas de Hierro con objeto de averiguar lo ocurrido a los soldados y mineros Iöron, y después partiremos hacia la frontera norte y hacia el Castillo Verde de Or Lamán.

–¿Y si encontramos kérveros en el camino? –intervino Origog, ante la imprevisión del mago–. Para llegar a Minas de Hierro por las Vías hemos de pasar por la Gruta Real y el Lago Chels.

–Estoy seguro de que ya no estarán allí; mi parecer es que han subido hacia Gargüid para continuar su ataque, seguros de que la columna sur acabaría con lo que quedase de resistencia.

–Pero estaban en la Gruta Real, yo les vi –negó Gwist.

–Es posible que quede alguno allí, pero no serán muchos; en caso de que fuera de otro modo, Origog puede guiarnos para evitar la ciudad sin peligro.

–Y, si no son demasiados, siempre podemos cumplirr la promesa de Su Alteza Drranlill –sugirió Rolja con regocijo. Clavó los talones en el vientre de su caballo, y la columna partió rodeando la colina para buscar el comienzo de la Vía.

El ritmo era trepidante, pues Gôlfang contaba con llegar a Minas Hierro a la mañana siguiente, dando un breve respiro a los caballos en el Lago Chels. A esta velocidad llegarían a la Gruta Real antes de anochecer.

El paisaje de Arodia es monótono, pero a Origog se le hizo extraño el silencio, pues aquella Vía era la más transitada en cualquier época del año, y siempre vigilada por pequeñas patrullas, que se encargaban principalmente de detener a los mercaderes Honds que se dirigían a Minas Dirok fuera del mercado de otoño.

Excepto el provocado por los cascos de sus caballos, ningún otro sonido acompañaba la marcha.

Gôlfang contuvo a su montura hasta que el paso fue tan lento que podían conversar sin levantar la voz.

–Nos detendremos antes de llegar a la Gruta Real; mandaremos un explorador para cerciorarnos de que está desocupada –ordenó, mirando a Rolja.

–La reconquistarremos inmediatamente, porr sorpresa; eso darrá confianza a los hombrres. Como vos dijisteis, Venerable, no puede haberr un grran contingente –repuso el caballero muy serio.

–¿Más confianza? –intervino Gwist, irónico.

El caballero no lo tomó en serio, o tal vez no le escuchó, encerrado en su yelmo.

–Antes de la lucha debemos tener presente la seguridad del Alférez –sentenció Gôlfang.

Rolja le miró fríamente.

–Vuestrras palabras me ofenderían si fueseis otrro hombrre. Mi respeto hacia vos, no obstante, me obliga a prometéroslo. ¿Quinientos kérrverros os parrece una cifrra correcta?

Gôlfang fue el único seguro de que no bromeaba.

–Dejémoslo en un centenar; cuatro para cada uno de vuestros caballeros, y los demás nos los repartiremos como podamos. Recuerde que tenemos prisa.

El Señor de Dorón se mostró contrariado, pero después sonrió ampliamente.

–Un entrenamiento nunca viene mal; habrrá más oportunidades.

–Las habrá, no lo dude –prometió el mago. Origog se sintió desconcertado ante la frivolidad con que se estaban jugando la vida.

A poco más de un kilómetro de la entrada principal se detuvieron. Hacían demasiado ruido como para acercarse más sin ser descubiertos. Los sandoreanos comenzaron a prepararse para la lucha: las lanzas descendieron, embrazaron los escudos, y los caballos de batalla fueron alentados al galope. Y así lo hicieron; en pocos segundos, los veintitrés caballeros sandoreanos fueron engullidos por la oscuridad del túnel que constituía la entrada principal.

Aquello cogió desprevenidos a los otros seis, que en aquellos instantes conversaban sobre la iluminación de la Gruta, pasillos secundarios que recorrer sin ser descubiertos al tiempo que permitían espiar, y una ruta discreta por la que escapar en caso de encontrarse con una firme oposición.

Tras una maldición bastante contundente, Gôlfang se lanzó tras ellos, mientras el resto fue obligado por juramento a permanecer allí a menos que peligrasen sus propias vidas.

El ruido de los cascos de los caballos al galope había alertado a los kérveros encargados de vigilar la entrada. No eran muchos, pero los había.

Las dos compañías de licántropos fueron convocadas de inmediato a la entrada, armados con pesadas espadas y algunos arcos. Lo cierto era que no esperaban lo que les cayó encima. Habían imaginado que tal vez algunos pocos Orondos, como los que habían pasado por allí dos meses antes, tratarían de hacer una última heroicidad, asediados por las tropas del sur. En lugar de ello, una verdadera carga de caballería repelió las pocas flechas que llegaron a dar en el blanco.

Con un grito de triunfo, los caballeros irrumpieron en la Gruta Real, llevándose consigo ya en el primer empuje un gran número de defensores ensartados en sus lanzas. Los caballos remataban a los caídos, y las espadas, una vez que las lanzas se hicieron inútiles en un espacio tan reducido, tuvieron un efecto devastador. Los kérveros caían bajo los fuertes mandobles y las embestidas de los caballeros, y pronto los vivos no pudieron dar un paso sin pisar a los que poco antes también lo habían estado. Uno de los hombres de Rolja fue herido y desarmado, e inmediatamente tres de sus compañeros le rodearon y protegieron con denuedo.

Sin embargo, los caballos quedaron inmovilizados por los cadáveres, y los jinetes se vieron obligados a desmontar y luchar a pie, aun vistiendo armadura.

Cuando Gôlfang entró y les vio así, no pudo evitar un escalofrío. Con un grito que le transportó más allá del momento, y que tal vez le condenaba, desenvainó su espada y se lanzó contra los kérveros, una sombra marrón que se movía con la soltura propia de un guerrero, una luz blanca que penetraba en los cuerpos funestos y deformes, en cuya cara lupina se reflejaba el asombro más grotesco. Entonces los pocos kérveros supervivientes comenzaron la retirada, siendo asesinados metódicamente por los caballeros.

–Señor Rolja –reprendió Gôlfang cuando todo hubo terminado–. Estoy decepcionado por su comportamiento; podríamos habernos encontrado frente a un millar de kérveros esperándonos.

El Señor de Dorón permaneció compungido unos instantes.

–Es cierrto, ese númerro podría haberr causado alguna baja entrre mis hombrres –reflexionó. Luego, defendiéndose–. Perro el Alférrez no ha corrido peligro, y vos asegurasteis que habrría poca oposición.

Nadie quiso continuar aquella disputa.

Volvieron a montar, avisaron a los que esperaban, y abandonaron el río de sangre negra, no sin antes realizar una cura de emergencia al caballero herido, que parecía más molesto por su coyuntural discapacidad que por la herida en sí. Atravesaron la capital de Arodia por los pasillos mejor iluminados, y comprobaron con desolación que aún quedaban restos de la batalla en la que los Iöron habían tratado de defenderla. El hedor era apenas soportable, y la mala ventilación hacía que muchos de los cadáveres aún se encontraran en proceso de descomposición, de modo que parecían por todo el suelo cuerpos irreconocibles, pero obviamente Iöron.

Marcharon cabizbajos.

–Fuera será peor –vaticinó Gwist–. Mejor será evitar la salida este de los mensajeros.

–Es la única ruta –murmuró Origog, visiblemente trastornado.

No volvieron a romper el silencio, y aceleraron el paso tanto como pudieron.

Como Gwist había predicho, la escena fuera de la ciudad era peor; allí los Iöron habían resistido durante días la embestida de los kérveros y el hambre del dragón. Más de un caballero, valiente con las armas, demostró la debilidad propiamente humana ante una catástrofe de tal magnitud.

Durante las siguientes horas nadie rompió el silencio. Cabalgaron a paso vivo, aunque no tanto como para que las monturas se agotaran. Podrían descansar en el Lago Chels, donde no tardarían en llegar, y tratarían de restañar sus daños en aquel lugar de paz.

El olor a resina mezclado con el de la tierra húmeda expulsó en parte el hedor que aún mantenían en el recuerdo y, si no el buen humor, recuperaron al menos cierta confianza. Esperaban que el agua fresca del lago limpiara aquella especie de capa de suciedad que se les había incrustado en la piel tanto como en el interior.

Las Constelaciones silueteaban los primeros pinos, altos y oscuros, pero un repentino fogonazo de luz les deslumbró. Era la aparatosidad de una tormenta eléctrica pero sin ruido y de origen incierto. Seguramente provenía del lago, y los caballos resoplaban con inquietud. Los caballeros, repentinamente sombríos, se prepararon para una nueva lucha; incluso el herido aferró su lanza.

–No debemos detenernos en el lago –advirtió Gôlfang, pero no había apremio en su voz, sólo tristeza.

–¿Creéis que serrán kérrverros? No hay señales de ellos en el camino –se interesó Rolja.

Gôlfang negó con la cabeza y continuó avanzando con paso cansino.

–No hay peligro, sino dolor –manifestó después de mucho tiempo.

Nadie le interrogó acerca de aquel anigma, pero todos se vieron contagiados por la tristeza.

Las copas siempre verdes de los pinos saludaban a los recién llegados, inclinando sus ramas bajo la brisa eterna que soplaba en el lago. Los fogonazos de luz eran consecutivos, y el frescor de la planta de rybilitor llenaba sus pulmones plenamente. Los caballeros habían vuelto a levantar sus lanzas y las viseras de sus yelmos. Gôlfang había dejado su cabeza al descubierto desprendiéndose de la capucha.

–Nadie debe hablar a menos que sea interrogado –advirtió el mago muy serio, y de nuevo obedecieron sin preguntar; no había tiempo–. Apenas hace unas horas que luchamos en la Gruta Real, y ellos lo saben, pero no les ofendáis refiriéndoos a la guerra. En marcha.

La Vía se ensanchaba al acercarse al Lago, y el agua azul, tan oscura a aquella hora, era un espejo que reflejaba las siluetas sombrías. En el silencio, los cascos de los caballos producían un estruendo desacorde con aquel lugar sagrado, y ahora caminaban muy despacio para no hacer demasiado ruido mientras se acercaban a la fuente de los resplandores.

Ninguno estaba preparado para lo que vieron. A veinte metros de ellos, en la orilla del lago, se apilaban cientos de kérveros y a su lado otros tantos lobos, muertos todos ellos y con expresión de terror en sus rostros. La sangre estaba seca, pero en la ribera el agua había adquirido tonos más oscuros que no procedían de la ausencia de luz.

Cerca de allí, en el centro de un gran círculo de pinos, y en medio de resplandores intermitentes, aparecieron aquellos que habían velado por los Iöron desde que estos llegasen a Edeter. Una gran Llama, que sobrepasaba con mucho el tamaño de los caballos, observaba a los recién llegados con aire trágico, y, a su alrededor, siete más pequeñas velaban los cadáveres de los cuatro hermanos muertos. Las fuertes y afiladas pezuñas estaban manchadas con la sangre de los kérveros, y a sus ojos se asomaba un inmenso dolor que conmovió los corazones de los que miraban.

Entonces el dios miró directamente a los ojos de Origog, e incluso allí el mensajero reconoció el temor que había visto tantas veces, y se sobrecogió. Las palabras del dios se clavaron en su mente.

–Lucha. Y recuerda.

Luego desvió la mirada hacia sus hijos muertos, y los otros continuaron su camino mientras los resplandores, que no eran otra cosa que su llanto, se prodigaron en el silencio.

–¿Era Sírom? –interrogó el Alférez Balamó, cuando ya todo había quedado muy atrás y ellos habían podido hacer un alto, al menos para que sus monturas se tomaran un respiro.

–Lo era, él y sus once hijos que velan por las tribus de los Iöron.

Pero enseguida supo que había cometido un gran error, de modo que apretó los labios y no dijo nada más. Confiaba en que Origog no hubiese escuchado su respuesta.

Se separó unos metros de la Vía, y en soledad, sin apenas darse cuenta, comenzó a pronunciar unas palabras que no eran para él.

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