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por Augusto Blasborg

Aún sueño contigo sin querer;

Ocupas tanto espacio

que las pesadillas deben vivir al día:

cada vez que no eres continuación de un gesto,

que no le perteneces a esa boca,

a esa frente, a esa barbilla suave,

que no te ocultas detrás de aquel acento;

que una casualidad lleva a evocar tu nombre

–la fonética incide en formular sonidos

que en ti son un idioma que convoca la vida–;

y yo, mientras, ensayo cirugía platónica,

remendando sinapsis con la Glía,

sin poder añadir más felices neuronas

a aquellas que, desde hace ya algún tiempo,

te conforman.
I
Que uno debe renunciar a sus sueños es algo que debemos entender para hacernos adultos.

Aquella mañana, maduré de repente.

Antes de eso, en distintos momentos de mis treinta y dos años de existencia, había creído renunciar a muchas ilusiones pero, de pronto, fue como si un último resorte cediera y me encontré sentado en la cama, vacío, sin impulsos ni horizontes.

Durante la última semana, día y noche, había ideado y desechado proyectos quiméricos que me permitieran conseguir lo que más deseaba en este mundo; nunca había sido un santo, pero ciertas cosas, por una u otra razón, me había negado a realizarlas, y en mi currículo se sucedían días desahogados con meses más oscuros, siempre buscando soluciones que eludiesen franquear ciertos límites.

Aquella mañana, me vi obligado a reconocer un final. Era sábado, el día anterior me había quedado en casa escuchando la radio como último recurso y, uno tras otro, los números de la Lotería Europea disolvieron mi última y absurda esperanza. Así pues, la vida me hacía madurar; cada noche durante la cesante semana me había aferrado al sueño de poder reunir dinero suficiente para pagar la deuda, pero tampoco el azar estaba de mi lado. No era, en realidad, que pensara que algún poder ultraterreno contemplaría la sinceridad de mi corazón y me liberaría de la penosa situación en que me hallaba, pero a alguien tenía que tocarle el premio; ni siquiera había pedido el gordo, sólo lo justo para camuflar la mala gestión que había desarrollado en la cooperativa y poder así abandonar tranquilamente el trabajo, uno más, y dedicarme a algo que en verdad supiera hacer. Pero no. Veintitrés mil euros flotaban en un extraño limbo entre las fisuras matemáticas de la contabilidad, y sólo quedaban siete mil en una cuenta de la cooperativa abierta a mi nombre. No deseo justificarme en absoluto, lo que voy a decir no es una disculpa laboral, pues reconozco que no podía haberlo hecho peor desde el principio. Pero, créanme, yo no me había quedado con nada. Lo había perdido. Así, sin más.

Durante esos días había revisado cuentas, facturas, transacciones, encargos, previsiones, nóminas, pagos administrativos, impuestos, la tarjeta… incluso había acudido a mis amistades para preguntarles si acaso últimamente no habría hecho gala de una generosidad inédita en forma de regalos suntuosos o cheques al portador. Se rieron. Al principio. Luego me lanzaron miradas que traslucían verdadera preocupación y, lo que resultó más ofensivo, resignadas. Era obvio que no había cambiado mis hábitos.

Las opciones que se me presentaban eran escasas. Desde luego, lo que no se me pasaba por la cabeza era confesar. Es decir, por supuesto que se me había pasado por la cabeza, pero la idea subsiguiente de enfrentarme a aquellos ganaderos para decirles que había perdido sus fondos me hacía evocar escenas de tortura y martirio que mi imaginación agudizaba en sus más ínfimos detalles. Los lombricultores son tipos emprendedores y audaces, pero no todos escapan a ese defecto humano que es la reacción violenta; creo que alguno incluso lamentaría haberme partido la cara. Así pues, no confesaría. Renunciaría a mi sueño de honradez, aceptaría la lección vital que me condenaba al pesimismo con respecto al animal humano, y emprendería una huida sin ilusiones para enfrentarme a la vida desde cero.

No exactamente desde cero; aún quedaban siete mil euros en la cuenta.
La decisión estaba tomada, y desde luego no lo comentaría con nadie. Me vestí y me dirigí a la estación de autobuses. No me había decantado aún por el lugar en que comenzaría mi nueva vida, pero tenía que ser en el extranjero. A decir verdad, ya desde el principio pensé que era algo radical y precipitado, y mientras atravesaba el Paseo Central del Campo Grande, las dudas me asaltaron con renovado ímpetu. No se trataba de si debía enfrentar o eludir las consecuencias de mi ineptitud, de lo que no tenía dudas; aquello que podría haber sido un dilema moral, se convertía en un asunto práctico: tenía que juzgar si merecía la pena renunciar a todo lo que conocía, trocándolo por una constante angustia, por algo que, después de todo, me acarrearía en el peor de los casos unos cuantos golpes, quizá algún hueso roto y poco más. Yo era más que insolvente; al margen del sueldo de la cooperativa, había conseguido no ahorrar absolutamente nada y, por lo demás, carecía de bienes en propiedad, lo que podría provocar unos cuantos golpes más pero difícilmente me llevaría a la cárcel. Era obvio que yo no tenía ese dinero. Una vez resuelto el asunto, podría ejercer de nuevo alguno de los oficios con los que me había ganado la vida.

No, estaba claro que no merecía la pena. Y, además, me gusta Valladolid.

De ese modo, lo que iba a ser el inicio de una nueva vida se iba transformando, a medida que sorteaba el tráfico de la calle Capuchinos, en una escapada que me permitiría tomarme un respiro antes de regresar para asumir las consecuencias. Incluso me descubrí, ya cerca de la puerta automática de la estación, realizando un balance de los gastos que podría permitirme durante mis vacaciones –ya las llamaba así–, y la duración de éstas para dejar la cuenta en números redondos, cinco mil euros, por ejemplo. Algo dentro de mí me instaba a quedar al menos algo que se repartieran los socios.

La señorita forzó su amabilidad –había cola ante la ventanilla– para informarme de los precios que le solicitaba. En principio, Cracovia era un nombre que siempre me había parecido mágico; pero la duración del viaje me provocó mareo; además salía desde Madrid. Dudé ante París, pero pensé que era una ciudad para visitarla en compañía; sin embargo, la idea de ir a Francia me sedujo, de modo que fui recorriendo el itinerario del autocar hasta que el ceño fruncido de la taquillera me detuvo en Burdeos. Buen vino, pensé, y además había sido un punto de destino de la emigración española en otros tiempos, lo que, en caso de apuro, me facilitaría la comunicación.

Burdeos, pues.

El único problema era que el autocar no saldría hasta la noche del domingo.

Tendría tiempo de hacer le bagage.
Por la tarde, hechas las maletas tras consultar en el móvil el tiempo en Burdeos, que, aunque más húmedo, no era más frío que el de Valladolid en estos primeros días de octubre, me encaminé hacia el bar de Álvaro y Carlos para disfrutar de la terraza. Como muchas otras tardes de verano, contemplé tranquilamente la sobria belleza que desde la parte derecha de la plaza presenta Santa María de la Antigua, con su torre románica señoreando sobre el edificio gótico. Frente a mí se encontraba la parte trasera del altar de Nuestra Señora de las Angustias, flanqueada por edificios bajos, y, en el lado izquierdo, tras la zona de tránsito de vehículos, el patio de la inacabada Catedral, o de la medio demolida Colegiata, según se mire, exhibiendo sus ruinas recién lustradas, con su enorme puerta nueva de madera en lo alto de la escalinata clausurada por una verja con remates alanceados. La moderna torre catedralicia, con su reloj y su Sagrado Corazón en todo lo alto, dominaba ese espacio desde un plano distante. La plaza se cerraba detrás de mí por un monótono edificio de seis plantas en cuya base se insertaban varios locales comerciales y algún garito. Pero si conseguías mantener la mirada fija en los jardines y los templos, el lugar era realmente hermoso. Ni siquiera rompían el encanto los borrachos y drogadictos que se agrupaban en torno a los bancos más sombríos, al fondo de la plaza, bien controlados por la policía.

Pedí un Ribera, más que nada para tener una base fiable de comparación cuando llegase a Burdeos, y luego otro; dejé pasar un tiempo prudencial y la emprendí con el Cigales. Ambas denominaciones me complacieron, tanto más cuando me disponía a abandonarlas en tan breve espacio de tiempo.

Cuando comenzó a refrescar, una vez oculto el sol por detrás de Las Angustias –su Virgen con el corazón atravesado por siete puñales fue una imagen que recorrió mis pesadillas infantiles, pero de repente la sentí como algo cercano–, abandoné la terraza y me introduje en el bar; pensaba pasar allí la noche, hasta que cerraran, cosa que sucedía hacia las cuatro de la madrugada si la policía no decidía hacerlo antes. La primera vez que había entrado allí lo hice atraído por una canción que no escuchaba desde al menos diez años atrás; aquel día descubrí que los camareros se turnaban para pinchar la música, y que sus gustos diferían tan completamente que cada noche hacían un recorrido a través de varias décadas y estilos y, lo que era más interesante, aceptaban peticiones. De modo que, al menos un sábado al mes desde hacía tres años, me deslizaba hasta allí y me dedicaba a escuchar música y a mirar a las estudiantes, que acudían en grupos a beber cachis y chupitos y a flirtear con los clientes masculinos, también universitarios en su mayoría y que revelaban la misma conducta.

Aquella noche estaba interesado particularmente en estas estudiantes; la Universidad de Valladolid se ha convertido en los últimos años en un lugar donde cada vez acuden más personas de intercambio y yo confiaba en encontrar alguna joven francesa con la que ensayar mi oído. En realidad, el francés es para mí tan desconocido como lo pueda ser el swahili. Pero cualquier bocado abre el apetito, y el hecho de tener comprado el billete hacía que me pareciera que todo lo demás vendría por sí solo, sin mayor esfuerzo; si conseguía escuchar el acento francés antes de ir allí, dominaría el idioma. Y si no era así, aún tendría que haber cientos de españoles de primera y segunda generación; en caso de que todo fallase, en ese país culto y refinado sin duda todo el mundo dominaría el inglés, y yo me defendía bastante bien en inglés.

Así me animaba, mientras disfrutaba de la música y aguzaba el oído hacia las conversaciones de las demás.

–¡Esto sí que es música, chico! –la voz sonó directamente en mi oreja, chapoteando en un aliento de ginebra con cola. Reconocí al propietario porque, como yo, era asiduo de aquel bar–. Cuando trabajaba en Alemania, oye, lo que podíamos ligar con las gachises escuchando a estos tíos; así, muy juntos, sabes, ¡bah! Poníamos la mano donde nos dejaban. ¡Ah, pero entonces yo era joven! Tenía los músculos como el acero que cargaba. Sí, hombre –añadió, dando un largo sorbo satisfecho a su cubata y chupando una calada del tabaco rubio que le había manchado el generoso bigote. Todas sus acciones portaban el mismo énfasis–. Esto les ponía cachondas, a las alemanas, sí.

Le devolví la sonrisa y pensé que pronto disfrutaría de mis propias aventuras exóticas. Tenía experiencia con las mujeres, bien es verdad; algunas aventuras satisfactorias, varias horribles y una inolvidable, pero incluso ésta situada en un contexto más bien prosaico. Madrid, Zamora, Logroño, Cartagena habían sido los lugares donde había vivido estos romances, además de Valladolid, por supuesto. En Casablanca no me atreví, y respecto al viaje a Portugal, era demasiado pequeño como para pensar en otra cosa que no fuese el aburrimiento de tener que estar encerrado en un coche. Todo lo que recuerdo del país luso se reduce al asiento trasero del Renault 12 en el que me peleaba con mis hermanos y la lluvia en los cristales.

Durante la siguiente hora, nuestra conversación fue interrumpida al menos en cinco ocasiones por cinco orientales que nos ofrecieron rosas, discos, películas y una especie de muñecos con luz. No compramos nada, pero alguna tuvo más suerte con otros clientes. A partir de la tercera, mi coyuntural compañero había empezado a hacer comentarios cada vez más cáusticos que cada vez tenían menos gracia.

–¡Bazofia! Eso es lo que son en su país, y vienen aquí a la sopa boba –fue el comentario que anunció la llegada de la sexta–. ¡No queremos nada, ostia! –le gritó cuando insinuó un ofrecimiento.

La mujer se retiró despacio, dolida, mientras yo me limitaba a un «no, gracias», que me hizo merecedor de una mirada de desprecio y un bufido de parte de la ginebra con cola.

Después de eso, di un par de pasos en dirección a la barra, como si fuera a pedir algo, y allí me quedé. Una pareja llenó el hueco que nos separaba, y sólo entonces me instalé tranquilamente y pedí otro Cigales.

Aquella noche no apareció una sola francesa. Ni un francés.

Pero la música era buena, y alguna canción sí sonó en ese idioma.
No había bebido tanto como para tener resaca, de modo que, aunque cansado, recibí el mediodía del domingo dispuesto a disfrutar de aquellas últimas horas en Valladolid.

Media hora más tarde, me encontré sentado en el sofá, abrumado por preocupaciones que hasta entonces me había obligado a pasar por alto.

En primer lugar, me asaltaban los remordimientos por lo que iba a hacer; quizá no fuesen en absoluto remordimientos, sino una lucidez repentina que me indicaba que, si bien mis errores contables podrían ser disculpados, al menos de cara a la justicia, este viaje, huida, vacaciones, periodo de reflexión… no tenía excusa, sobre todo si pensaba gastarme el dinero de la cooperativa. Pero en ese punto me resistía a abandonar mi proyecto; había comprado el billete y mi cabeza ya estaba allí. Era imposible que al día siguiente me presentara en la oficina como si nada hubiera sucedido. Bien es cierto que esta semana no había ningún gran pago, por lo que no iba a ser descubierto, pero permanecer entre aquellas paredes esperando el ajusticiamiento me parecía una crueldad innecesaria. Se me ocurrió entonces que tenía otra cuenta, aquella en que ingresaba mi nómina y de donde pagaba el alquiler y los gastos domésticos; si no había pensado antes en ella era simplemente porque no debía tener allí más de quinientos euros, antes de haber pagado los trescientos cincuenta del alquiler de octubre, medio sueldo. Se me ocurrió que quizá debería tirar de esa cuenta el tiempo que pasara en Francia; esto acortaba notablemente el periodo de permanencia, que yo había calculado en dos meses. Finalmente, decidí llevar las dos tarjetas, simplemente por los imprevistos; trataría de arreglarme con la mía, pero tendría las espaldas cubiertas.

El segundo gran problema que se me presentaba concernía a mi desaparición; que el contable de la empresa se esfume sin dejar rastro no deja de resultar sospechoso. Así pues, necesitaba darme tiempo, y para eso precisaba una excusa, cualquier excusa. La más sencilla sería siempre un asunto familiar. Sí. El lunes por la mañana llamaría, desde Francia, a la oficina y le diría a Inés que me iba a coger unos días de asuntos propios, dándole instrucciones precisas sobre qué hacer con los pequeños pagos que llegarían; tendría que ser impreciso acerca de la duración de la… enfermedad, por ejemplo, de mi madre, y quizá sería buena idea volver a llamar el miércoles o el jueves, para ponerles al corriente de la evolución y asegurar que tarde o temprano regresaría para retomar mis tareas. Si me aseguraba de llamar en horas en que no estuviera Juan, el presidente, con seguridad podría ganar una semana. Luego… bueno, para eso me marchaba, para poder reflexionar tranquilamente acerca de mi futuro.

Una vez que estas dos grandes inquietudes estuvieron resueltas, al menos hasta el punto en que podía resolverlas aquí y ahora, el resto de problemas se difuminó notablemente mientras los examinaba: el seguro me cubría los riesgos del viaje y la asistencia médica, las tarjetas me servían para toda Europa y parte del extranjero y, si alguien entraba a robarme durante mi ausencia, las pérdidas más cuantiosas se las infligirían al casero; la tele, que la acababa de comprar, sería lo más doloso.

A todo esto, había llegado la hora de comer. Me gusta cocinar y me dispuse a prepararme un plato de tallarines con salsa roquefort, saboreando por anticipado las delicias de la cocina francesa.

Comí, dormí una siesta de una hora, saqué todo el dinero que me permitió la tarjeta –la mía, la propia–, y me fui a alquilar «El retorno del rey» por cuarta vez en aquel año.

Luego, a Francia.